El caso es que los están matando
- Patricia Lara Salive
- 28 jul 2017
- 3 Min. de lectura
“Siempre que se han comenzado a presentar en Colombia asesinatos en cifras significativas, las autoridades reaccionan negando la existencia de patrones sistemáticos… Pero la cruda realidad acaba por imponerse. Así ocurrió en el caso de la Unión Patriótica y de los falsos positivos”, afirma el senador Iván Cepeda a propósito de mi pregunta sobre el reguero de cadáveres de líderes sociales que, como en los años 80 y 90, están empezando a quedar tendidos en las zonas donde operaban las Farc. “No se puede aplicar la política del avestruz”, dice Cepeda.
Y esa política es, precisamente, la que parece estar imponiéndose: la discusión se ha centrado en si la cifra de 186 líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados desde el 1 de enero de 2016, dada por la Defensoría del Pueblo, es la correcta; o si la adecuada es la de 91, suministrada por la ONU y adoptada por la Fiscalía; o si la cierta es la de 112 dada por Cumbre Agraria, o la de 135 sostenida por Marcha Patriótica.
Y en lugar de examinar la realidad, para disponer de herramientas que impidan que se repita un genocidio similar al de la Unión Patriótica, se discute si los homicidios corresponden a hechos aislados, a riñas o a enredos pasionales, como creen la Fiscalía y el Gobierno, o si los culpables son los paramilitares, que podrían estar operando de manera sistemática, como sospechan los miembros de las Farc.
Sin embargo, es innegable que hay algo en un común detrás de esos homicidios: que la mayoría ocurren en los antiguos territorios de las Farc los cuales, en virtud del proceso de paz, en lugar de ser hoy zonas del Estado, son tierra de nadie, pues en ellos no hay Ejército, ni Policía, ni escuelas, ni centros de salud. Pero, en cambio, sí hay plantaciones de coca o explotaciones mineras ilegales, muy atractivas para los grupos fuera de la ley, llámense bacrim, paramilitares, Eln o disidentes de las Farc. Y todos buscan dominar esos territorios, propósito en el cual los líderes sociales se les convierten en estorbo.
Y hay otro problema: la sociedad no percibe que la Fiscalía haya mostrado resultados en la lucha contra el exterminio de líderes sociales, como afortunadamente sí los ha exhibido en el combate contra la corrupción. No obstante, el fiscal general sostiene que “en más del 50 % de los casos se ha logrado identificar a los autores, y que esa es una cifra inédita”. (¡Obviamente, si los asesinados son 91 como cree la Fiscalía, y no 160, como dice la Defensoría, el porcentaje de éxito es mucho mayor!). Pero así sea verdad la afirmación de la Fiscalía, el país aún no sabe quiénes son los autores intelectuales de esos crímenes, ni cuáles son sus móviles, ni tiene conciencia de que haya una campaña contundente del Estado entero para castigarlos e impedirlos.
Y a los asesinatos de líderes sociales se añaden los ocurridos últimamente contra indultados y desmovilizados de las Farc, y la amenaza que pesa contra los miembros del Secretariado: según les informaron los antiguos jefes paramilitares a ellos y a los demás asistentes a su reciente e inverosímil encuentro, empresarios antioqueños les ofrecieron un millón de dólares por la cabeza de algún miembro del Secretariado. ¿Qué dicen de eso el fiscal y el Gobierno? ¿También ello obedece a móviles pasionales?
Señor fiscal: así como es indispensable que los colombianos nos convenzamos de que ser pillo no paga, tenemos que saber que a los asesinos se les castiga, que la gente tiene derecho a pensar distinto y que matar es malo. ¡Parece absurdo decirlo! Pero ocurre que, de eso, parecemos no estar muy convencidos…
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