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Un médico en mi lugar

  • Foto del escritor: Patricia Lara Salive
    Patricia Lara Salive
  • 1 may 2020
  • 3 Min. de lectura

Hoy cedo mi lugar al monteriano Javier Romero Ogaza, neurorradiólogo del Hospital de Massachusetts y profesor de la Universidad de Harvard, quien, en esta emergencia, ha tratado pacientes con coronavirus.

En Colombia, donde la insolidaridad ha llevado a que se discrimine a los médicos y hasta se les amenace para que abandonen sus viviendas, vale la pena conocer el calvario que padece uno que atiende la pandemia con la protección adecuada. Imagínense ustedes cómo será el que han vivido tantos que aquí han tenido contacto con los contagiados sin disponer siquiera de guantes ni tapabocas.

***

Al llegar del hospital pensaba en Santos, de 56 años, contagiada de coronavirus, a quien le había explicado que si se deterioraba, tendríamos que entubarla para ayudarla a respirar. Limpié con paños de Clorox mi celular, mi carné de médico, el bíper y las llaves. Ese ritual lo practico siempre que llego a casa: así reduzco las posibilidades de contagiar a mi familia.

Los ojos de Santos, abotagados y saltones, y su sonrisa al oír que trataríamos de evitarle la entubación volvieron a mi mente.

Introduje en la lavadora mi vestido de cirugía, las medias y los pantaloncillos. Pensando que así mataría el virus de inmediato, vertí más detergente del necesario. Observé cómo se lavaba la ropa: imaginé que un virus gigante, rojo, agonizante, gritaba de dolor cuando le caía el jabón adicional. Recordé de nuevo a Santos: ¿podría regresar a su casa? Me había contado que vivía con unas ocho o doce personas en un apartamento de dos cuartos con camarotes que alquilaban a inmigrantes. Compartían un solo un baño y la cocina. Recordé La metamorfosis, de Kafka, e imaginé un virus gigantesco, rojo, irregular, que se reía y crecía a medida que Santos describía las condiciones de su hogar, que parecían un carnaval para la proliferación del virus. Creo que se dio cuenta de mi distracción, y exclamó: “Doctor, ¿se encuentra bien?”.

 

“Sí, Santos, pensaba que, para evitar el contagio, tendría que enviarla a un hotel adecuado para aislar a quienes no pueden aislarse en su casa”.

“Gracias por todo lo que hace por mí”, afirmó.

En lo más profundo escuché una voz que me decía: “Lo que haces no va a ser suficiente para salvarlos a todos”.

 

Oí que mi señora, en el baño adyacente, abría el agua caliente para que me duchara.

“Gracias, amor”, le dije, y me di cuenta del amor de mi esposa, quien lo arriesgaba todo al estar junto a mí. Pensé que no me perdonaría si llegase a contagiar a alguien de mi familia. Caminé hacia la ducha en puntas de pies, sin tocar las superficies del baño. Agarré la manija de la puerta. El temor de contagiar a alguien me produjo un huracán de adrenalina en las venas. Después de limpiarla, recordé que había tocado la ropa quirúrgica. Limpié todo de nuevo. Me duché. Me enjaboné. Me restregué con fuerza.

Cuando me secaba, el sonido del bíper rompió el silencio: “Santos necesita entubación respiratoria”. Me senté en el borde de la cama, semidesnudo, en silencio. Sabía que los estudios chinos determinan que el 80 % de los que necesitan conectarse a un ventilador fallecen.

A los cuatro días recibí un mensaje que me indicaba que ordenara el traslado a cuidados intermedios de Santos Cabrales.

Entonces me dije: “Amo lo que hago. A pesar de las dudas, de las tribulaciones, del dolor humano, siempre estamos acompañados por el trabajo incesante de los colegas y por nuestro Señor, que nos ilumina en este difícil camino”.

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