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Carlos Lleras R., De Carne Y Hueso

Por:Patricia Lara salive

7 de abril de 2008

 

Carlos Lleras R., De Carne Y Hueso

Perfil del Ex Presidente Liberal, A Propósito Del Centenario De Su Nacimiento

PATRICIA LARA SALIVE ESPECIAL PARA EL TIEMPO

 

Patricia Lara, quien lo conoció a fondo, relata en este perfil cedido especialmente para EL TIEMPO, aspectos de vida personal y de su trabajo en ‘Nueva Frontera’.

 

En la tarde del 14 de julio de 1975, el ex presidente Carlos Lleras Restrepo subió presuroso las escaleras de la bella casa estilo inglés que Germán Vargas Espinosa y Clemencia Lleras habitaban con sus hijos en el barrio Quinta Camacho de Bogotá y se arrodilló junto a la cama de su hija mayor, esa cuyo llanto de los primeros días lo había desvelado tantas veces porque él la había acostumbrado a que se apaciguara sólo si estaba entre sus brazos.

 

El cardiólogo José Félix Patiño le masajeaba el corazón. El doctor Lleras abrazó a Clemencia. A los pocos segundos, ella murió envuelta por los brazos de su padre. Entonces el ex presidente, de rodillas junto al cadáver de su niña, lloró sin parar durante un tiempo que me pareció eterno.

 

Esa fue la primera imagen que vino a mi memoria a fines de enero, cuando Enrique Vargas Lleras, uno de los hijos de Clemencia, me llamó, a nombre de su familia, para pedirme que escribiera el prólogo de este quinto tomo, el de la selección de crónicas de su propia vida, que se publica con motivo de la celebración del centenario del nacimiento de ese gran colombiano que fue Carlos Lleras Restrepo y que ocurrió en Bogotá, el 12 de Abril de 1908. (…) En la política Recuerdo al doctor Lleras jugando billar, solo, en el Club de Abogados de Bogotá… Era el 30 de Junio de 1973. Yo tenía 22 años y, por designación suya cuando fue Jefe Único del Partido Liberal, era entonces la Tesorera General del liberalismo. La Convención del Partido había entrado en el receso del almuerzo. Lleras, quien hacía poco había renunciado a la jefatura de la colectividad, aspiraba a ser de nuevo Presidente de Colombia. Alfonso López Michelsen, su ex canciller y ex gobernador del Cesar, era ahora su competidor. Ambos tenían a su favor más o menos el mismo número de delegados. Había un grupo neutral, liderado por Julio César Turbay, que era en esa época embajador de Colombia en Londres, y cuyo apoyo resultaba esencial para sacar adelante cualquier decisión. Los turbayistas coqueteaban al tiempo con Lleras y con López. Por ello, durante el almuerzo en el Club de Abogados, un amigo cercano le propuso que se aliara con Turbay quien, entre líneas, pedía apoyo para su propia candidatura en el período siguiente. Cuando él oyó esa propuesta, dio una respuesta que nunca olvidaré: –Las ideas no se negocian–, dijo. –Somos minoría y vamos a actuar como minoría–, agregó y, en silencio y solo, empezó a hacer, una tras otra, esas carambolas de billar…
Luego, apenas se reanudó la convención, pidió la palabra y, ante el desconcierto de todos sus amigos, solicitó que se precipitara la designación de candidato liberal a la Presidencia de la República, tema que no estaba en el orden del día.


La derrota era segura, y él lo sabía. Pero Lleras no estaba dispuesto a transigir con los clientelistas partidarios de Turbay, pues eso equivalía a negociar sus ideas. Entonces se votó y se produjo el resultado adverso.


López fue aclamado candidato único del Partido Liberal, y Carlos Lleras abandonó el recinto con su dignidad intacta.


El hogar Así era él, recto, de una sola pieza, gran estadista, espléndido ser humano pero, por supuesto, mal político. Acostumbraba comentar que se equivocaba en política siempre que no le hacía caso a su esposa, doña Cecilia de La Fuente, compañera a la que adoró y con quien se casó el 22 de Noviembre de 1932. La trataba con ternura. “Ceci”, le decía. Todo se lo consultaba…


Recuerdo cómo se sonreía cuando ella descargaba sobre él su maravilloso humor negro.


Él sostenía que el día de su matrimonio había sido el más feliz de su vida, y se preciaba, como lo hace en algún fragmento de la crónica de su vida que se publica en este libro, de que nunca, bajo ninguna circunstancia, se retiró esa argolla matrimonial que ella le dio y que lo acompañó durante 62 años, hasta la noche de su muerte.


Supongo que doña Cecilia también mantuvo consigo hasta el final el anillo de bodas en oro blanco con chispas de diamantes que el doctor Lleras le compró con tanto esfuerzo… Es que la preocupación por el dinero propio, a diferencia de su interés por el manejo de los fondos públicos, nunca fue su fuerte, como lo cuenta en esta crónica de su vida: “Habíamos vivido mi familia y yo decente pero austeramente”, dice, “sin incurrir en ningún gasto que no correspondiera a lo más necesario y ahorrando pequeñas sumas en una alcancía que luego resolví conservar como recuerdo… De tiempo en tiempo, Cecilia y yo retirábamos los tornillos que sujetaban la tapa, sacábamos lo que se había logrado juntar y lo colocábamos como depósito de ahorros, sin arriesgarnos a inmovilizarlo en otra clase de inversiones, en parte porque las sumas eran demasiado pequeñas y en parte porque queríamos tenerlas disponibles para los gastos de consumo de los primeros meses que siguieran a mi salida de la administración (pública)”. (…) El doctor Lleras vivía de su sueldo: me consta, desde cuando lo conocí a comienzos de los años setenta y tuve la fortuna de acompañarlo en la gerencia y en la coordinación de redacción de Nueva Frontera, el semanario que fundamos juntos en 1974 y que empezó a publicarse apenas López se posesionó como Presidente de la República, que él siempre vivió de su pensión de ex presidente y de su exiguo salario de director de la revista.


–Patricia, adelánteme el cheque que a Cecilia no le alcanza para comprar el mercado–, me dijo en más de una ocasión. (…) Personal Lo evoco con uno que otro vino entre pecho y espalda, en la sala de mi casa, acompañado por doña Cecilia y por su hija menor, quien también murió prematuramente, María Inés, ese volcán de vida que alegraba con su voz y su guitarra las reuniones de amigos. Lo veo pidiéndoles a mis primas Salive que cantaran otra vez “me cansé de rogarte” o “hay en tus ojos el verde esmeralda que sale del mar”. Lo recuerdo afable, nunca de mal genio a pesar de su fama, aun cuando exigente, eso sí. Lo evoco hablando con sus nietos, en especial con Germán Vargas Lleras, quien a veces, con su adolescencia a cuestas, interrumpía los comités de redacción. Lo veo acariciando a sus nietos con esa ternura especial que en él despertaban los niños. Lo recuerdo hablando con cariño de la Fundación Cardioinfantil, esa magnífica obra de los hermanos Cabrera, cuya junta directiva presidió durante catorce años y a la cual le donó sus derechos de autor. Lo veo triste, muy triste, del brazo de su esposa, luego de enterrar en los Jardines de Paz a sus dos amores, María Inés y Clemencia, a cuyo lado descansa él. Lo siento junto a mí en el velorio de mi padre. Lo percibo atravesando la iglesia del Espíritu Santo para colocarse en la primera fila y tomarme del brazo mientras transcurría la misa del entierro de mi madre. Lo recuerdo con su voz vigorosa, al otro lado del teléfono, contándome que todo le dolía a raíz de las fracturas que sufrió cuando corrió a despedir a Carlos Upegui quien había ido a visitarlo a la salida de su secuestro. Lo escucho diciéndome que no encontraba acomodo, que había disfrutado el helado de chocolate que yo le había mandado y que iba a dictarle a su secretaria la crónica de su propia vida porque ya el dolor le impedía teclear por sí mismo su vieja Olivetti…


Su muerte Recuerdo que unos días después, el 27 de septiembre de 1.994, cuando circulaba la edición número 1.002 de Nueva Frontera con la última entrega de la crónica de su propia vida, esa con la que concluye el décimo tercer tomo de esas memorias suyas, su médico, Reinaldo Cabrera, me llamó para darme la dolorosa noticia: “el doctor Lleras acaba de morir”. Entonces me contó que, a las nueve de esa noche, Carlos Lleras Restrepo le había dicho “¡por qué lo molestan tanto, Reinaldo!, ¡váyase a dormir!”… 
Pero su médico, preocupado por la dificultad respiratoria que le había ocasionado la rotura de los huesos y por la insuficiencia cardíaca que aquella le había generado, permaneció a su lado… Entonces fue testigo de cómo se durmió tranquilo y para siempre, a sus 86 años bien vividos, ese inmejorable maestro, ese entrañable amigo cuyo rostro y cuyas palabras evoco con frecuencia al recordar esas tardes irrepetibles en las que tanto le aprendí y en las que descubrí a ese enorme ser humano tan enamorado de la vida, a ese ser polifacético y lleno de sabiduría, generosidad, afecto y bondad, que fue él….

Tomado de:http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-2889466

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