Archivo reportajes

¡Gracias, Gabo!
Abril 19, 2014 | El Espectador
Pocas personas fueron tan cercanas a García Márquez y a su familia como la exdirectora de la revista ‘Cambio’, amiga personal y cómplice de sus proyectos periodísticos.
Gabo tomó una pluma y, sobre una servilleta de papel, en un restaurante de Cartagena, dibujó una caricatura de su rostro, le colocó la fecha, la firmó, me la entregó y me dijo: —Si un día se quiebra la revista, ¡venda esto y sale de la quiebra! Así lo manifestó ese periodista irremediable, con dotes de pintor, de cineasta, de guitarrista y de cantante, quien se dedicaba tras bambalinas a ayudarnos a sacar adelante Cambio16, y a quien le escuché decir más de una vez que su mayor frustración era la de no poder dar la noticia más importante de su vida. Y ahora, cuando ella se produce y El Espectador me pide que hable del tema, imágenes suyas desfilan en mi memoria: Gabo, con su eterna camisa de pana color naranja, sentado en 1976 en la cafetería del Hotel Nacional en La Habana y, junto a él, un funcionario del gobierno cubano que lo señalaba y me decía: “Ese es García Márquez”; Gabo, una noche en París, en un invierno de fines de los años setenta, jugando con la nieve como un niño; Gabo, en esa misma ciudad, guitarra en mano, cantando vallenatos de Escalona; Gabo y Mercedes, ella con un abrigo de piel de zorro, llegando a cenar en el Bistro 121 de la Ciudad Luz, donde en una cena similar, un tiempo después, se les murió la escultora Feliza Bursztyn; Gabo, en 1978, mandándome a hacer, para la revista Alternativa, un reportaje en una cárcel de La Habana, a presos políticos cubanos que gracias a él fueron liberados meses más tarde; Gabo, un 31 de diciembre, en su casa de la isla, recibiendo en el vestíbulo a uno de sus mejores amigos, el comandante Fidel Castro; Gabo, en Barcelona, caminando por Las Ramblas, con la cabeza sucia de palomas, preocupado por el futuro de Alternativa; Gabo, hablando en México con Darío Arizmendi, con José Vicente Kataraín, con Mercedes y conmigo sobre cómo sería El Otro, ese diario cuyo nombre registramos pero que al final nunca hicimos; Gabo, regañándome en la cocina de su casa en México; Gabo, en esa ciudad, conduciendo su carro rojo, su juguete preferido, y escuchando a Vikky Carr; Gabo, en su estudio de México, forrado en su cómodo uniforme de escritor, un overol azul similar a los que se utilizan en el campo, para recordar, así, lo difícil que es el oficio de escribir; Gabo, muerto de la risa, el día en que se ganó el Premio Nobel, cuando su amigo, el pintor Alejandro Obregón, quien no conocía la noticia, al llegar de visita a la casa repleta de arreglos florales, exclamó: “¡Mierda, ¿quién se murió aquí?!”; Gabo, conspirando siempre, en México, en La Habana, en Bogotá, para realizar el sueño de lograr la paz de Colombia; Gabo y Mercedes, a mi lado, acompañándome en uno de los momentos más difíciles de mi vida; Gabo, leyéndome por teléfono, desde México, párrafos enteros de una trilogía de amor que no llegó a publicar pero apartes de los cuales reconocí en la historia de sus Putas Tristes; Gabo, editando desde México, o desde cualquier sitio donde se encontrara, los artículos que le enviaban los jóvenes periodistas de Cambio16; Gabo, llevando el ritmo con las palmas, cantando La diosa coronada; Gabo, con todos sus hermanos, un 31 de diciembre en Cartagena, en casa de su madre, doña Luisa Santiaga Márquez Iguarán, quien para entonces ya lo había antecedido en la enfermedad del olvido; Gabo, en la Ciudad Amurallada, bailando con Mercedes, como cumbiamberos expertos, una espléndida Pollera colorá; Gabo, en la playa del hotel Las Américas, hablándoles de periodismo a los reporteros de la revista Cambio16; Gabo, liderando los talleres en la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano; Gabo, hablando de Rodrigo y de Gonzalo; Gabo, diciéndome que mejor hechos que sus libros le habían quedado sus hijos; Gabo, tantas veces y en tantos lugares; Gabo, en junio pasado, en su casa de Cartagena, ya sin memoria pero repleto de ternura y de afecto; Gabo, en fin, alimentándonos con sus obras y enseñándonos el arte del reportaje y del periodismo pero, ante todo, mostrándonos el significado de la amistad; Gabo, el jueves pasado, escuchando desde su muerte a mi hija poeta, quien me decía: “yo tengo que darte las gracias porque oyéndote hablar de Gabo me mostraste la literatura”; Gabo, mirando desde la muerte su vida colmada de logros obtenidos gracias a su disciplina de hierro y a su trabajo diario; Gabo, observando desde su muerte esa vida suya repleta de enseñanzas y de páginas perfectas escritas para que sus amigos, y todos, lo quisiéramos más. ¡Gabo, paz en su tumba! ¡Gabo, GRACIAS con mayúscula por habernos regalado tanto: sus libros, sus cuentos, sus historias, sus consejos, sus anécdotas pero, ante todo, su amistad! ¡GRACIAS, GABO!

De cerca y de lejos
Abril 19, 2014 | Semana
La periodista y escritora Patricia Lara Salive, amiga cercana de Gabriel García Márquez desde hace más de tres décadas, escribió para SEMANA una semblanza del ganador del Nobel de literatura que nació en Aracataca el 6 de marzo de 1927.
—Siéntese a mi lado porque me siento muy solo –me dijo ese hombre de pelo ensortijado y bigote grueso, considerado el más grande escritor vivo, quien a pesar de sus casi 30 libros publicados dice que no ha escrito sino uno, “el libro de la soledad”, y que ese día de julio de 1984 asistía, como invitado de honor, al almuerzo que Seguros Bolívar le ofrecía al expresidente Carlos Lleras Restrepo con motivo de la entrega de su Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra de un Periodista. Quien así hablaba era el Premio Nobel de Literatura de 1982, un cataqueño tímido que a pesar de llevar un fino saco de cashemere a cuadritos negros y blancos y de ser el centro de las miradas, no se sentía cómodo entre el solemne mundo “cachaco”, tal vez porque, como ha dicho, nunca olvidó que no era ni sería más que uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca; Gabriel José García Márquez, el hijo de Gabriel Eligio García, quien además de telegrafista, homeópata y conservador fue lector obsesivo, poeta y virtuoso del violín, y de Luisa Santiaga Márquez, aristocrática hija del coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los Mil Días, la persona con quien Gabriel José mejor se ha entendido; el abuelo Nicolás, ese que lo llevó a los circos e hizo destapar una caja de pargos congelados para que él conociera el hielo, como lo hizo el coronel Aureliano Buendía en Cien Años de Soledad, ese libro que dice que parece un bolero, o un largo vallenato, y que le cambió la vida porque desde que se publicó arrasó con la escasez, pues “se vendió como salchichas” (más de 40 millones de ejemplares) y se tradujo a 34 idiomas; sí, el abuelo Nicolás, quien, como el último de los Aurelianos, tenía una nieta con cola de puerco; abuelo cuya muerte partió en dos su vida porque lo crio y lo formó de la mano de su esposa, Tranquilina Iguarán, esa abuela que conversaba con los muertos y que le llenaba la cabeza con historias fantásticas que en la noche le producían terror; Gabriel García Márquez, el sobrino de la Tía Pa, una viejita menuda y arrugada que andaba por la casa y predecía las lluvias y las sequías, y de la tía Francisca Simodosea quien, como la Amaranta de Cien Años, murió el día en que terminó de tejer su mortaja. Gabriel, el mayor de los 11 hijos de Luisa Santiaga a quien han llamado Gabito todos ellos: Luis Enrique, el contador, fotógrafo, guitarrista, cantante y guardaespaldas del trío Los Panchos; Margot, la pensionada de la gobernación de Bolívar que, como la Rebeca de Cien Años, comía tierra cuando niña; Aida, la monja que, por serlo, era el mayor orgullo de la madre; Ligia, la mormona, pianista, eterna enamorada que también habla con los muertos; Gustavo, el topógrafo, cuentista, pintor, cantante de tangos, seductor que, según allegados, inspiró la estirpe de los José Arcadios quienes, a diferencia de los Aurelianos, son capaces de amar y tienen el amor, y no el poder, como destino; Jaime, el compinche, el profesional de la familia, ingeniero con vocación de cuentero; Rita, la representante de la madre en la tierra, la que concerta, la que lima las perezas; Nanchi, el bombero y contador de chistes; Cuqui, el buen mozo, el rumbero mayor, el que murió primero, y Eligio Gabriel, el menor, el periodista, ‘Yiyo’, mi compadre, quien sentía devoción por su hermano mayor; Yiyo, a quien la vida le alcanzó apenas para ponerle el punto final al último de sus libros, I, un magnífico reportaje de 630 páginas que descifra los orígenes de Cien Años de Soledad y que, ante todo, es un poema de amor para ese gran hermano que casi siempre estuvo ausente de la casa, bien porque vivía con los abuelos en Aracataca o estudiaba en Barranquilla, en Zipaquirá o en la Universidad Nacional de Bogotá, razón por la cual a Yiyo también lo llamaron Gabriel, pues el padre quería tener un Gabriel en la casa y no en la calle. Gabriel, Gabo para los amigos, discípulo de derecho del expresidente Alfonso López, que provocó la ira de su padre porque desertó de la carrera de abogado para dedicarse a la literatura pues, como me dijo una vez con ese sentido del humor que lo acompañaba, no le gustaba pensar en si la electricidad era un bien mueble o inmueble; Gabo, ese obsesivo lector de poesía y de novela, discípulo de Sófocles, de Faulkner y de Virginia Woolf, vendedor de enciclopedias, miembro del ‘Grupo de Barranquilla’ compuesto por brillantes parranderos enamorados de la literatura; Gabo, ese reportero de El Heraldo que vivía en la Arenosa en el cuarto de un prostíbulo de paredes frágiles a través de las cuales comprobaba que los altos funcionarios del gobierno, cuyas voces conocía, no iban allá para hacer el amor sino para que las putas los oyeran hablar de ellos mismos; Gabo, ese conocedor de los vericuetos de la siquis, creador de personajes hechos de retazos de su gente, personajes que le son familiares a la humanidad entera; Gabo, ese escritor magistral que decía que era muy bruto para escribir y que soportó sin desfallecer que una editorial le devolviera el manuscrito de La Hojarasca con una nota en la que le aconsejaba dedicarse a otro oficio; Gabo, ese mamador de gallo que confesó que “la literatura es el mejor juguete que hay para burlarse de la gente”; ese corresponsal de El Espectador en Europa quien, a raíz del cierre del periódico por el general Rojas, supo que el hambre, en la Ciudad Luz, tiene un sabor más amargo; Gabo, el amor en París de Tacha, una joven actriz española que robaba comida en los restaurantes donde trabajaba y se la llevaba para que él escribiera El coronel no tiene quien le escriba; Tacha, la coronela de El Coronel, hoy una de las grandes amigas de Mercedes, esa enigmática y atractiva nieta de un inmigrante egipcio a la que le propuso matrimonio cuando era una niña; Mercedes, la madre de sus dos hijos, Rodrigo, director de cine, y Gonzalo, diseñador gráfico, hijos que, como él dice, le han quedado mejor hechos que sus libros; Mercedes, esa cómplice que entendió en la mitad del viaje que a comienzos del 65 hacían a Acapulco, que debían regresarse porque, como escribió Eligio, entonces “surgió íntegramente en su mente la novela que venía imaginando pacientemente desde su adolescencia”; Mercedes, esa dama de hierro que tuvo la sabiduría para aceptar que él vendiera el Opel y le entregara la plata que les alcanzaría para vivir seis meses y, en silencio, manejó las deudas y solucionó la supervivencia de la familia durante el año largo que le tomó escribir Cien Años de Soledad; Mercedes, esa esposa solidaria que empeñó la licuadora para enviarle a Editorial Suramericana el manuscrito de la obra que, sin embargo, y sin haberla leído, la hacía preguntarse: y “¿qué tal si el libro resulta malo?”; Mercedes, “una de esas mujeres guapas por dentro y por fuera a la vez”, como escribió Juan Luis Cebrián, fundador del diario El País de España; ella, sin cuyo poder detrás del trono la vida del Maestro no sería la misma, como tampoco lo sería si no hubiera transitado el camino de la gloria literaria de la mano de Carmen Balcells, la mamá grande de las letras del continente, que ha tenido la visión para añadirles ceros a sus merecidos derechos de autor. Gabito, ese niño temeroso que le confesó a su amigo Plinio Mendoza que siempre hay en su vida una mujer que “lo lleva de la mano en las tinieblas”; Gabo, ese viajero incansable que le tenía terror al avión y que, como sus hermanos, cuando volaba, albergaba la esperanza de que a la aeronave la sostuviera en el aire la vela que, con ese fin, su madre mantenía encendida; Gabo, ese optimista irremediable, supersticioso, que detestaba el oro porque le recordaba la mierda, ese ser bueno que no sabía odiar; ese gran conversador, bohemio, guitarrista, cantante de vallenatos, sones y boleros, chofer que en el carro, a toda y a todo volumen, acompañaba las canciones de Vicky Carr, Agustín Lara o Juancito Trucupey; Gabo, ese conocedor de la música, amante de Bartok y bailarín de los buenos, declamador de Borges, que si no hubiera sido escritor habría sido pintor; Gabo, que en el 95 dibujó en una servilleta un autorretrato que me regaló con el fin de que un día me sirviera para salir de la quiebra a la que me estaba llevando la revista Cambio, revista que él acabó comprándome para sacarme del problema y para darse el gusto de tener su propio medio, a pesar de que cuando era mía trabajaba en ella como editor autonombrado y, desde México o desde cualquier lugar del mundo, nos hablaba durante horas por teléfono, nos leía fragmentos de la Trilogía de Amor que escribía entonces y que no había publicado, nos ayudaba a planear reportajes y portadas y, con el apoyo de su hermano Yiyo, mi consejero editorial, les editaba los textos a los muchachos, se los volteaba al derecho, les enseñaba el arte del periodismo, el mejor oficio del mundo según él, y me obligaba a mandárselos a los cursos que los grandes maestros dictaban en su Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, esa que se inventó para formar buenos periodistas que como requisito debían tener menos de 30 años, así como para formar buenos cineastas en Cuba creó la Fundación para un Nuevo Cine Latinoamericano. Gabo, ese conspirador que un día buscó protección en la Embajada de México para que no lo capturara el gobierno de Turbay; Gabo, fundador, con Enrique Santos Calderón, de la revista de la izquierda, Alternativa, para la cual me puso a entrevistar presos políticos en las cárceles cubanas; Alternativa, que al comienzo rechazaba avisos, que al final ostentaba como director de mercadeo nada menos que al columnista Antonio Caballero y que no podía sino quebrarse como fui a decírselo en 1979 a Barcelona, donde de paseo por las Ramblas me dedicó El Otoño del Patriarca “con la cabeza cagada de palomas en la Plaza de Cataluña”; El Otoño... ese “poema sobre la soledad del poder”, como él decía, esa obra maestra (para mí el mejor de sus libros) que retrata de cuerpo entero a esos pobres poderosos a quienes nunca les cuentan lo que piensan de ellos sino que todos les dicen lo que quieren oír “mientras les hacen reverencias por delante y pistola por detrás”; ese retrato del poder de cuya soledad no se salva nadie, soledad parecida a la que le trajo su fama descomunal, esa que hacía que los Clinton, los Castro, los Torrijos, todos, lo buscaran sin cesar, esa que hizo que le ofrecieran embajadas, ministerios y candidaturas presidenciales que rechazó siempre porque el poder no le gustaba para ejercerlo él, pero esa que también hace que en las principales bibliotecas del mundo sus libros figuren en la sección de clásicos, junto a Shakespeare, junto a Cervantes. Gabo, ese Premio Nobel cuya elección fue recibida con aplausos por todo el mundo, como lo afirmó el escritor Gay Talese; Gabo, ese colombiano cuyo nombre hace brillar nuestro pisoteado orgullo nacional y cuyo ejemplo de persistencia y disciplina nos señala el camino. Gabito, ese confidente de lavar y planchar cuya amistad me hizo tan feliz y quien, con sus años tan bien vividos y contados, merece todos los homenajes porque, además de todo, a un ser humano como él es imposible que todos sus amigos no lo queramos siempre más.

Gabo y el poder
Abril 19, 2014 | Semana
“Siento una gran fascinación por el poder, y no es una fascinación secreta”, le confesaba Gabriel García Márquez a su compadre Plinio Apuleyo Mendoza en la entrevista publicada en ‘El olor de la guayaba’.
Y, precisamente, esa fascinación fue la que le permitió descifrar el misterio del poder, retratarlo, desmenuzarlo, engrandecerlo y ridiculizarlo hasta el máximo. García Márquez dijo que “un escritor no escribe sino un solo libro, aunque ese libro aparezca en muchos títulos diversos”. Y agregaba que su libro había sido el de la soledad. Su segundo libro –diría yo– ha sido el del poder. O, quizás, el libro de la soledad y el del poder sean uno solo, porque la característica predominante del poder, y la más desgarradora, es esa soledad que lo envuelve siempre. El encanto de Gabo por el poder no viene simplemente desde el momento en que él se convirtió en hombre poderoso. Siempre le gustó acercarse a las personas que detentan poder, seguro no solo para conocer los misterios que lo circundan y para influir sobre él sino, seguramente, para percibir el orgullo de comprobar que su intuición literaria se verificaba en la realidad, cuando se enteraba, por ejemplo, de que Himelda Marcos, entre sus innumerables prendas de mujer ponderosa, contaba con un sostén antibalas y recordaba que el patriarca rezaba para que las balas rebotaran en el corpiño de Leticia Nazareno. O cuando le contaban que Winston Churchill dictaba sus cartas paseándose sin ropa de un lado a otro y pensaba en su Bolívar deambulando desnudo hasta el amanecer para entretener el insomnio. O cuando sabía que un presidente amigo suyo se enfurecía si alguien le ganaba una partida de tenis y evocaba al patriarca, en cuyo reino se prohibió ganarle una partida de dominó. O cuando veía que algún alcalde de pueblo, el día de su posesión, al recibir honores militares de parte de los únicos tres o cuatro policías del lugar, experimentaba “en su plenitud la emoción del poder”, como le ocurría el alcalde y teniente de La mala hora; o cuando miraba que, lo mismo que al patriarca, para que no lo envenenaran, a Fidel Castro le probaban antes sus comidas y bebidas; o cuando observaba que los antiguos guerrilleros –los símbolos del antipoder– al acercarse al poder se comportaban igual que sus viejos enemigos y evocaba aquella sentencia suya sobre el coronel Aureliano Buendía quien, si hubiera triunfado, “se habría parecido enormemente al patriarca”; o cuando leía que el exsandinista Edén Pastora confesaba con crueldad pasmosa cómo había ahorcado a un enemigo y pensaba en el coronel Moncada, gran amigo de Aureliano Buendía, pero jefe del Ejército contrario, a quien este le decía: “Recuerda compadre que no te fusilo yo, te fusila la revolución”, y él contestaba que “de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos… has terminado por ser igual a ellos”; o cuando 48 horas antes de morir estrellado en un avión escuchaba al general Omar Torrijos decirle que su mejor libro era el Otoño del patriarca porque “todos somos así, como tú dices”, Gabriel García Márquez tenía que experimentar algo muy parecido a la felicidad. Pero aparte de la lista infinita de ejemplos concretos que surgiría al seguir comparando el poder de la vida real con el de la realidad literaria de García Márquez, hay básicamente dos características comunes en todos sus personajes poderosos, las cuales tienen que corresponder, necesariamente, a las de quienes se dejan atrapar por el vicio de la felicidad falsa del poder: la pérdida del sentido de la realidad y la incapacidad para el amor. Esos “aduladores impávidos que proclaman (al patriarca) comandante del tiempo y depositario de la luz” y que medran detrás de cualquiera que tenga jirones de poder; esos mismos que le responden al dictador cuando él pregunta qué horas son: “Las que usted ordene, mi general”, y que editan un periódico especial para que solo él lo lea, aquellos que por temor o compasión le mentían a Bolívar quien solo a Manuela “le permitía la verdad”; esos por cuya causa Patricio Aragonés, el alter ego del patriarca (o el propio García Márquez, quizás) le decía a su otro yo: “Para que sepa que nadie le ha dicho nunca lo que piensa de veras sino que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hacen reverencias por delante y le hacen pistola por detrás”; en fin, esos seres despreciables enquistados en el poder, hacen que los poderosos pierdan el sentido de la realidad, se extravíen –como el coronel Aureliano Buendía– “en la soledad de su inmenso poder” y empiecen “a perder el rumbo”, porque, como decía Gabo, la gran pregunta de quién está en el poder –“¿a quién creerle?”– conduce a esa otra desgarradora pregunta: “¿Quién carajos soy yo?”. La otra característica, la de la incapacidad de los poderosos para el amor, es todavía más triste: viven en una búsqueda permanente de afecto (“mírelos cómo vienen, capitán, mírelos cómo me quieren”, decía el patriarca; o “vámonos volando que aquí no nos quiere nadie”, comentaba Bolívar). Pero ni encuentran el amor, ni logran la felicidad: “Solo a usted se le ocurre creer que esa vaina es amor, porque es el único que conoce”, afirmaba al patriarca Patricio Aragonés quien siempre “quería más porque quería que lo quisieran”. Y “usted es un hombre eminente, general, más que ninguno. Pero el amor le queda grande”, le manifestaba la Bella de Angostura a Bolívar. Y Úrsula Iguarán, la madre del coronel Aureliano Buendía, quien tuvo 17 hijos de 17 mujeres distintas, marcados todos por el signo de la soledad, concluía un día que “aquel hijo por el que habría dado la vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor”, porque, como decía García Márquez, “el poder es un sustituto del amor,” o “la incapacidad para el amor es lo que los impulsa a buscar el consuelo del poder”. Por ello esos pobres seres no encuentran la felicidad. Por esa razón afirmaba el patriarca: “De modo que esta era toda la vaina, carajo, de modo que el poder era aquella casa de náufragos”. O por eso decía Bolívar: “Mi primer día de paz será el último de poder”. O por ese motivo el alcalde de La mala hora le confesaba al juez: “Créame que quisiera cambiarme por usted, acostarme a las ocho de la noche y levantarme cuando me diera la gana”. O en fin, por ello, los únicos instantes felices del coronel Aureliano Buendía, “desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro” porque “había tenido que promover 32 guerras, y había tenido que violar todos los pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi 40 años de retraso los privilegios de la simplicidad”. Sin embargo, detrás del poder absoluto –el convencional– el cual, según Gabriel García Márquez, “es la realización más alta y compleja del ser humano, y por eso resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria,” está el verdadero poder, el de Úrsula Iguarán, el de Bendición Alvarado, el de Leticia Nazareno, el de Manuela Sáenz, el de Luisa Santiaga Márquez Iguarán, el de Mercedes. Y por ello ahora, cuando la memoria hace algunos años que empezó a abandonarlo, todo ese enorme poder que fue suyo y del que ya, seguramente, muy poco se acuerda, ha cambiado de manos: hoy está en las de Mercedes… Porque a Gabito lo abandonó el poder… En cambio conserva dentro de sí, intactos (o tal vez engrandecidos), el amor y la ternura. Este artículo se basó en el texto de la misma autora, incluido en el libro ‘Para que mis amigos me quieran más’, recopilado por Juan Gustavo Cobo Borda.

El día que Peñalosa empezó
a ser lo que es
Mayo 17, 2014 | El Espectador
Pese a su caída en las encuestas en las últimas semanas, cree que aún puede crecer en un país aburrido de peleas.
“A su papá lo jodieron por no tener votos ni plata”, le dijo el tío Vicente a su sobrino Enrique el día en que renunció al Ministerio de Agricultura su padre, Enrique Peñalosa Camargo, un hombre honesto y de avanzada, quien como ministro de Carlos Lleras y antes, como director del Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora), desde 1961, cuando Alberto Lleras lo fundó, les hizo poner los pelos de punta a los ganaderos y latifundistas. El ministro había denunciado por tráfico de influencias, ante la Comisión de Acusaciones, al senador Nacho Vives, cercano a los intereses de los terratenientes y opuesto, como tantos políticos de la época, a esos tecnócratas progresistas estilo Peñalosa que abundaban en el gobierno de Lleras. Entonces, Vives reaccionó haciéndole un calumnioso debate en el Congreso, con falsificación de firmas y todo, que aquí tuvo más cubrimiento que la llegada del hombre a la Luna el 19 de julio de 1969. El escándalo montado fue de tal magnitud que Peñalosa renunció para no perjudicar al Gobierno. Desde entonces, Enrique hijo, con apenas 15 años, odió a la clase política, empezó a meditar sobre el sentido de la frase del tío Vicente y decidió que tendría muchos votos, pero que los lograría sin politiquería: es que para su niñez no fue fácil el paso de su padre por el ministerio y por el Incora, a cuya junta pertenecía el cura Camilo Torres, después guerrillero caído en combate. En esa época tenía 11 años y estudiaba en el mismo colegio de su papá, el Gimnasio Campestre de Bogotá, donde soportó patadas y puños de algunos condiscípulos que vivían enfurecidos con él porque “por culpa” de su padre a sus familias les habían expropiado sus fincas. El matoneo llegó hasta tal punto que su madre, Cecilia Londoño, una linda chaparraluna que había trabajado como profesora en el Gimnasio Moderno y a quien, por lo tanto, no le gustaba el Campestre, lo cambió al colegio Refus, un plantel dirigido por un suizo de izquierda, Roland Jean Gros, un maestro anticlasista y sabio que inculcaba en los alumnos el valor de la vida sencilla, del trabajo manual y de la igualdad, meta que desde entonces se volvió la obsesión del hoy candidato presidencial Enrique Peñalosa. A raíz del debate de Nacho Vives, Enrique, que el 30 de Septiembre de 1954 había nacido en Washington, donde su papá trabajaba como funcionario del Banco Mundial, y a los dos meses de vida lo habían traído a Colombia, regresó a su lugar de nacimiento con su madre, sus cuatro hermanos y ese papá pulcro, que no obstante que les prohibía a sus hijos movilizarse hasta el paradero del bus en el carro del ministerio, porque ése era sólo para uso oficial, salió del país con su honra herida por los politiqueros, pero mantuvo siempre la frente en alto y representó a Colombia ante el BID. En Washington ingresó a la escuela pública, terminó el bachillerato y se destacó como futbolista, razón por la cual le dieron una beca en Duke University, donde estudió economía e historia. Estando allí llegó a la mayoría de edad y, apenas cumplió 21 años, renunció a la nacionalidad americana. “¡Usted está loco!”, le dijo el embajador gringo de la época. El diplomático parecía tener razón: un muchacho que había terminado el colegio y la universidad en Estados Unidos, y vivía en ese país, se cerraba puertas si dejaba de ser americano. Pero para entonces Peñalosa ya había decidido que trabajaría en política en Colombia porque allí moraban sus raíces y sus sueños. Mientras estudiaba —tanto en el colegio como en la universidad—, Enrique Peñalosa Londoño, el mayor de cinco hijos, trabajaba para mantenerse: por eso limpió pisos, lavó platos y vendió zapatos. Y cuando se graduó de Duke, con la melena que le caía sobre los hombros, y le pidió a la oficina de empleo de la universidad que lo ayudara a conseguir puesto, trabajó como obrero de construcción, pues no lo llamaron para que se presentara a entrevistas. Y eso le extrañó. Entonces descubrió que, a pesar de que los profesores lo recomendaron bien, uno de ellos dijo que él era comunista. Y en efecto lo había sido desde los 11 años, cuando en el colegio había principiado a soportar el matoneo por las posiciones progresistas de su padre. Pero Peñalosa había dejado de serlo antes de terminar la universidad, porque había descubierto la ineficiencia del socialismo y, por ende, su fracaso. Sin embargo, su sueño seguía intacto: él quería, y quiere, construir una sociedad donde haya igualdad, donde los intereses generales prevalezcan sobre los particulares, donde no valga más el rico que el pobre y “donde se desprecien los valores ramplones de los corruptos y se respete al que más enseña, no al que más tiene”. Ante la imposibilidad de conseguir en Estados Unidos un puesto distinto al de obrero raso, en 1977 Peñalosa voló a Inglaterra con el propósito de recorrer el Viejo Continente de mochila al hombro. Pero al llegar a París se enamoró de la ciudad y afirmó: “Yo de aquí no me voy”. Entonces vivió en una chambre de bonne en la Rue de Poissoniers, compartió baño con los inmigrantes africanos y antillanos que ocupaban los 15 cuartos que había en ese piso, trabajó en un hotel como “todero” nocturno, e hizo maestría y doctorado en administración pública. Desde París, Peñalosa enviaba artículos para Nueva Frontera, la revista que dirigía Carlos Lleras, el héroe de su padre, quien guardaba como reliquia los “mamarrachos” que el viejo pintaba cuando conversaba con la gente. El codirector de la revista era Luis Carlos Galán, un joven exministro de Educación y exembajador en Italia que martillaba en sus columnas sobre una idea que compartía Peñalosa: la de inventar una nueva manera de hacer política. Y en esas ha estado y en esas sigue. En 1980, cuando tenía 25 años, regresó a Bogotá y se empleó como gerente de una empresa que cultivaba tomates en invernadero. Además, vestido con camiseta y cachucha, repartía votos en la calle para la campaña de Galán, y dictaba Introducción a la economía en la Universidad Externado de Colombia, donde se enamoró de una alumna de 18 años, opita, Liliana Sánchez, de pelo castaño y largo, coqueta, alegre y llena de vida, a quien lo unía una compatibilidad ética y un gusto por las mismas cosas y quien, muy pronto, desbancó de su corazón a una francesa. En 1981 se casó con ella. Y con ella vive desde hace 33 años. Y con ella tuvo a Renata, hoy de 27 años, y a Martín, de 17. Entre 1982 y 1985, Peñalosa fue investigador en ANIF, subdirector de Planeación de Cundinamarca, diputado suplente a la Asamblea, subgerente administrativo del Acueducto de Bogotá, decano de Administración del Externado y secretario económico de la presidencia de Virgilio Barco. Y llegó 1986, su gran año: en él nació Renata, lo eligieron concejal de Bogotá, se ganó el premio Simón Bolívar como columnista de El Espectador, se acordó del tío Vicente (“uno no puede ser nombrado sino elegido”), decidió dejar de ser un funcionario de tercer nivel, invitó a su esposa a comer a La Spaguettata para preguntarle si aceptaba que él se lanzara al vacío, con su permiso se salió del puesto, pidió plata prestada para sobrevivir y comprar un Renault 9 de segunda, repartió votos por las calles de Bogotá y en 1990 salió elegido representante a la Cámara con 23.000 sufragios. “Ahí tuve la sensación de que a mí no me paraba nadie”, comenta Peñalosa, con su estatura de 1,90, su pinta descomplicada de pantalón de pana color caqui y camisa a cuadros morados, su barba blanca y negra perfectamente arreglada y su convicción igualitaria que lo lleva a decirle “hola, hermanita” y a saludar de beso a Nubia Rojas, su empleada de hace más de diez años, a andar en bicicleta y a vivir sin escoltas, salvo en esta campaña que está llegando a niveles de confrontación tan preocupantes que en ella puede pasar cualquier cosa. El candidato mismo lleva las tazas de café y luego contempla los árboles y los cerros desde los ventanales en esquina de su apartamento impecable en el norte de Bogotá, donde reinan el minimalismo y el buen gusto. Donde nada sobra pero nada falta y sobresalen la sencillez, los libros de arte, los tonos púrpura y gris claro, se destaca la escultura La metamorfosis de Negret, y aparece, en una de las ventanas de ese sexto piso, un afiche solitario con una fotografía suya sobre un fondo verde, acompañado de una leyenda que dice: “Con Peñalosa presidente, podemos”. Ese día, en el que inscribía su candidatura, recibía llamadas de los medios y respondía preguntas: “No somos antisantistas, ni antiuribistas, ni antipetristas; somos pro Colombia”, contestaba aquí. “El desafío es derrotar la maquinaria”, respondía allá. “No me gusta que a un alcalde elegido lo destituyan y lo inhabiliten por 15 años sin que haya de por medio problemas de corrupción”, afirmaba más allá. “Si ser mal candidato es decir la verdad, pues sí, soy mal candidato”, comentaba acá. Y colgaba. Entonces me decía: “A mí me jarta ser presidente, pero me toca serlo para poder hacer”. De pronto noto que su respiración está agitada, que le falta el aire, y le comento: “Eso se debe al estrés, Enrique”. Él dice “sí”, hace silencio y luego afirma: “Álvaro Leyva me decía una vez que todo lo que uno hace en la vida es un homenaje a sus mayores”. Entonces recuerda su infancia en esa gran casona de Chapinero, de estilo español, con patio en el medio y helaje colándose por las rendijas, donde vivían su abuelo liberal Vicente Peñalosa, un pequeño impresor casado con una mujer más liberal aún, Abby Camargo, a quien su nieto Enrique considera el amor de su vida. “Esa casa era mi sitio”, dice, sumergido en la nostalgia. “En ella me la pasaba. Nosotros no teníamos finca, ni éramos socios de clubes. De la mano de mi abuela caminaba por Chapinero y la acompañaba a hacer las compras”. Así, Enrique aprendió a hacer su vida en la ciudad, de donde sólo salió a los 13 años para conocer el mar, y a los 15 para radicarse en Estados Unidos. Y poco a poco se fue enamorando de lo urbano y se volvió experto en los temas de la ciudad, donde —dice— es mucho más fácil sembrar igualdad y construir felicidad. Por eso, en 1991 compitió en la consulta para la Alcaldía de Bogotá por el Partido Liberal con Jaime Castro y con Antonio Galán, y quedó de tercero con 54.000 votos. Y en 1994 peleó con Antanas Mockus y también perdió. Pero en 1997, al enfrentarse a Moreno de Caro, por fin salió elegido. “A mí sólo me eligen si el otro candidato es muy malo... ¡Por eso esta vez tengo chance!”, dice, y se ríe de su propio apunte. Pero luego mira a lo lejos y comenta: “Dos días después de mi elección, mi papá citó a sus cinco hijos y nos dijo que tenía cáncer de pulmón y se iba a morir. (...) el impacto fue bárbaro. Él era mi mejor amigo: hablábamos tres o cuatro veces al día. Al poco tiempo fuimos a un paseo a Subachoque. Era una tarde de sol (...) me dijo que estaba convencido de que, conmigo, la ciudad y la política en Colombia cambiarían. Semanas después viajamos a Nueva York, ciudad que él adoraba. Y sobrevolamos Manhattan en un día de cielo azul. Recuerdo que papá dijo que ese sería su último viaje”. “Murió un par de meses después, a los 67 años. Hacía un mes que yo me había posesionado como alcalde. Fue el 4 de febrero de 1998. Él estaba conmigo, en la clínica (…) sufría, se encontraba en las últimas. Desde la cama nos lanzó un beso a cada uno, yo me senté en una silla cerca de él, me dio un sueño impresionante. Cuando me desperté, papá ya estaba muerto”. Y en medio de su duelo, Peñalosa gobernó con furor, desplegó su talento para escoger buenos trabajadores en equipo, los hizo marchar tras su mismo sueño de ciudad, y armó un gabinete estrella con funcionarios capaces y futuras ministras: María Consuelo Araújo, Cecilia María Vélez y Carolina Barco. “Mi primer objetivo es siempre conseguir un gran equipo, armar el sueño, definir qué es negociable y qué no y, luego, la gente vuela sola”. Peñalosa terminó su alcaldía en 2000 con fama de ser buen gerente y eficiente ejecutor, y de luchar por construir una ciudad más grata, donde la gente viviera más feliz y tuviera mayor igualdad. Por eso, para hacer un gran parque, no dudó en buscar la expropiación de las canchas de golf del Country Club y de enfrentarse así al rancio curubito bogotano. Y construyó colegios, andenes, y ciclovías; sembró árboles y se inventó Transmilenio; defendió el espacio público y trabajó para que en Bogotá la gente viviera feliz, como quería vivir él. Al dejar la Alcaldía, en lugar de aprovechar su buena imagen y de lanzarse a la Presidencia, se entregó a su hijo de cuatro años y le dio el tiempo que no le había dedicado como alcalde. Y cuando quiso ser presidente en 2006, se tropezó con que Uribe, a quien le ganaba en imagen positiva, había reformado la Constitución para repetir. Y a partir de ese momento cometió un error político tras otro. Pero ahora llegó a ser el candidato del Partido Verde y, hasta hace un mes, punteaba en las encuestas. Sin embargo, estas dos semanas, la campaña se polarizó entre el presidente Santos y el uribista Zuluaga, y los indecisos, aterrados ante la sucia artillería, parecen estar tomando partido por el uno o por el otro, en lugar de elegir otras opciones, como la de Peñalosa, quien, sin asustar a la derecha, dice que sembrará igualdad y que continuará con este proceso que nos tiene al borde de la paz. Sin embargo, aún puede mejorar su panorama, pues Peñalosa no atemoriza a la derecha ni a la izquierda, y no está inmerso en esa clase política melcochuda de mermelada, ni en esa corrupción, ni en esa politiquería, ni en esa intolerancia, y menos en esa horrible guerra sucia que esparce su lenguaje violento e incendiario y ataca con golpes bajos que angustian a este país, el cual —en sus manos— estaría más tranquilo y sería más feliz, aunque no necesariamente más rico, pues, según él, ser más ricos no nos hace más felices, pero ser más felices si nos permite ser más ricos. “Yo le pido a Dios que nos ayude a gobernar bien”, agrega, un mes después de nuestra primera entrevista, cuando las encuestas ya no lo ponían en el primer lugar. Y mientras él mismo bate los huevos y le ayudo a preparar el desayuno, porque su esposa duerme y la empleada no ha llegado aún. “Tenemos que crecer, y vamos a crecer (…) es que este país está aburrido de mermelada y de peleas. Y los colombianos lo que quieren es tener un presidente que los quiera”, comenta. “¿Y si pierde, Enrique?”. Entonces él, que es uno de los principales expertos mundiales en asuntos urbanos, dice sonriente: “Yo tengo una doble vida: me dedico a viajar por el mundo dictando conferencias. Y para después de la primera vuelta, ya tengo un montón de invitaciones”.

Año nuevo con el presidente
Enero 8, 2011 | El Tiempo
La periodista Patricia Lara y el presidente Juan Manuel Santos hicieron un recorrido por la vida del mandatario. Su infancia, su paso por la Armada, la vocación de periodista que corre por sus venas, la decisión de ingresar a la política y su llegada al cargo más importante del país.
Cuando termine el gobierno van a llamarme así —dice, sonriente, el presidente Juan Manuel Santos, a tiempo que me muestra el título de la biografía de Roosevelt que lleva en la mano y que, por estos días de Año Nuevo, lo mantiene absorto: Traitor to his class (Traidor de su clase). Es un voluminoso libro del Premio Pulitzer H.W. Brands, que habla de “la vida privilegiada y de la presidencia radical de Franklin Delano Roosevelt”. El presidente Santos, de pantalón de pana color crema y camisa azul clara de manga larga, acaba de descender de un helicóptero militar en el aeropuerto Rafael Núñez de Cartagena y ahora aborda la aeronave 0001 de la FAC, saluda a la tripulación y a la canciller María Ángela Holguín, se acomoda en uno de los asientos delanteros, se quita los mocasines, sube sobre la mesa de enfrente sus pies calzados con medias de rombos azulitos y rosados, pone el libro en la mesa y, como marcando las distancias, coloca el maletín en el asiento del lado y lee un documento oficial. —¡Ya tendremos tiempo de hablar! —me dice, tal vez al advertir mi temor de tener que construir este perfil basada en silencios, porque las seis horas de vuelo de ida a Brasilia y las seis de vuelta se esfumaran sin que conversáramos, ya que él, según cuentan, se dedica sobre todo a leer y a dormir en los aviones. De inmediato, la Canciller le comenta que ha escuchado quejas de que algunos miembros de la Policía maltratan a los turistas al llegar al aeropuerto de Cartagena. —Llámeme ya al general Naranjo —le ordena a uno de los miembros de su comitiva—. Y también a monseñor Rubén Salazar —agrega—. Es muy inteligente, ¿usted lo conoce? El avión despega a las 11 y 45. Al Presidente sólo lo acompañan la Canciller y esta reportera. Atrás van los miembros del equipo de prensa, su edecán y el jefe de la Casa Militar, el contraalmirante Henry Blain. —Mi señora está en Arjona y mis hijos no se le midieron al viaje —afirma Santos mientras, sonriente, parece resignado a recibir su primer año nuevo como jefe de Estado alejado de los suyos, pues ninguno quiso perderse la rumba de este 31 de diciembre para acompañarlo a Brasil y asistir el 1º de enero a la posesión de Dilma Rousseff, esa antigua guerrillera que fue encarcelada y torturada, apodada la Juana de Arco de la guerrilla brasileña, ahora sucesora del gran Lula y primera mujer en llegar a la Presidencia del país más importante de América Latina. Santos le pregunta a la Canciller detalles de los funerales del ex presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, a los que ella acaba de asistir; hablan de la situación de Costa de Marfil; se dirige al cuarto contiguo del avión presidencial, donde hay una cama sencilla, un escritorio y un baño y, minutos después, regresa y se sienta a mi lado. —¿Lo ha cambiado el poder, Presidente? —le pregunto a este Leo de 59 años quien, a los cien días de mandato, con un estilo de gobierno conciliador y progresista, muy distinto al de su antecesor, ha batido récord de popularidad al situarse en el 90 por ciento, 9 puntos por encima del nivel máximo obtenido por su ex jefe Álvaro Uribe, considerado nuestro mayor fenómeno político de las últimas décadas. —Para nada —responde este economista, periodista, diplomático, antiguo cadete de la Armada, quien todo lo tiene y todo lo tuvo —influencia, dinero, poder, clase, academia— y lleva en la sangre dos vocaciones: la del político, por su tío abuelo, el presidente Eduardo Santos, y la del periodista, por su abuelo, Enrique Santos Montejo, Calibán; por su tío, el director de El Tiempo Hernando Santos, y por su padre, Enrique Santos Castillo, editor general del periódico, un maestro de maestros que nos formó a muchos, poseía un olfato sin igual de la noticia, no dejó de ejercer el oficio un instante, jamás delegó la supervisión de la primera página del diario y tenía tanta influencia que tumbaba ministros y regañaba a presidentes. —El poder es para hacer cosas, uno no puede dejarse afectar por él —comenta el Presidente quien, como buen periodista, vive bien informado, conversa con la gente, mantiene contacto con quienes él sabe que le dicen la verdad, especialmente amigos y militares, contesta personalmente correos electrónicos y mensajes de texto y no permite que los subalternos y los áulicos que medran tras el poder lo aíslen y lo encierren en un círculo en el que no pueda penetrar la realidad. —Para no aislarse, Roosevelt jugaba póquer —cuenta Santos, antiguo jugador que en las mesas de cartas apostaba duro y ganaba o perdía sin que se le contrajera un músculo de la cara. –Así, Roosevelt conversaba con los compañeros de juego y se ejercitaba en medir el aceite, una de las artes que hay que dominar en política. Y Alfonso López, a quien le gustaba la chismografía —agrega—, para no aislarse llamaba a las amigas, les decía “cómo estabas de bonita anoche” y se quedaba callado. Entonces las señoras le contaban los últimos chismes... —A propósito, Presidente, ¿usted qué opina de la tesis de Gabo en el sentido de que el poder es un sustituto del amor o, tal vez, de que quien lo busca es incapaz de amar? —¡No sé Gabo de dónde saca esa vaina! —exclama—. ¡En el poder a veces hay que sacrificar amores! ¡En la lucha por el poder sale lo peor de la condición humana! Uno pone zancadillas… Pero yo trato de no dejar heridas incurables… Ahora, ¡yo nunca he estado obsesionado por el poder, porque siempre lo he tenido! Cuando Mockus me ganaba en las encuestas, no me preocupaba: si perdía, nada me iba a cambiar. Y le juro por mi madre: ¡si mañana me toca renunciar, no me afecta! De modo que no clasifico en la teoría de Gabo —concluye este Presidente, de quien antiguas novias dicen que es “detallista, generoso, tierno, gocetas, mujeriego, muy perseverante, disciplinado, con metas claras en el futuro, pero concentrado en lo que hace en el presente”. Tal vez por eso, cuando “para chulear el tema” escogió ser Ministro de Hacienda de Andrés Pastrana, quien le había ofrecido la cartera que quisiera, capoteó la difícil crisis económica realizando un duro ajuste, sin pensar en que ello podría reducirle su probabilidad de llegar a la Presidencia. Esa posibilidad, que apenas era para él un mal pensamiento, se le había convertido en aspiración cuando renunció a la subdirección de El Tiempo y, de paso, a la futura dirección del periódico más influyente del país, por designación hecha de antemano por sus principales accionistas: Hernando y Enrique, para quien Juan Manuel, el tercero de sus hijos, era el preferido. —Mi papá veía por mis ojos —comenta, sonriente—. ¡Yo era, sin lugar a dudas, su hijo consentido! Se sentía orgulloso cuando me veía marchar. Tal vez también, para darle cierta satisfacción, ingresé a la Marina. Mientras tanto, Enriquito, el mayor, hacía la revolución, fundaba la revista Alternativa, defendía a la guerrilla, buscaba tumbar gobiernos, en resumen, se oponía a su padre atacando esos valores e instituciones que él defendía con pasión; Luis Fernando, el segundo, que había estudiado periodismo en Kansas, se enfocaba más hacia el área empresarial; y Felipe, el menor, el consentido de la madre —Clemencia Calderón, una mujer austera, de una familia aristocrática pero pobre—, se dedicaba a la publicidad y era empresario de espectáculos. —Resulta que un día —cuenta el Presidente saboreando el vino que pidió para acompañar la pasta fría con salmón que sirvieron de almuerzo— me dieron fiebres altas y el médico me hizo un diagnóstico equivocado, a partir de exámenes de otro paciente: dijo que me veía un tumor que parecía cáncer de testículo. Estando en ese trauma, me llamó el presidente Gaviria y me dijo: “¡A usted lo que le gusta es la política! Le ofrezco la Cancillería o el Ministerio de Comercio Exterior. ¡Ese se lo recomiendo porque está por crearse!”. Entonces recordé el consejo de mi abuelo, Calibán: “¡No lleguen a mi edad arrepentidos de lo que dejaron de hacer!”. A mí siempre me había interesado el servicio público. Le consulté a Alfonso Palacio Rudas: “Hay una gran diferencia entre influencia y poder. La primera la tiene el director de El Tiempo. El segundo lo ejerce quien firma un decreto que dice “comuníquese y cúmplase”, me dijo. Le conté a Tutina, mi señora. Me regañó: “¡Cómo es de bruto, no acepte ese ministerio, la Cancillería es más importante!”. Llamé a Gaviria, pero ya se la había ofrecido a Noemí Sanín. A mi papá, que estaba en Kansas, lo localicé en la noche. “Haz lo que tú quieras; pero me hubiera gustado más verte de director de El Tiempo”, me dijo. A Hernando Santos se lo había dicho antes. “Me parece muy bien”, me había contestado. ¡Por eso me dolió tanto el editorial del día siguiente! (“El doctor Juan Manuel Santos constituye desde hoy un personaje que abandona el periodismo y se desvincula de El Tiempo para dedicarse a actividades que seguramente se acomodan más a su personalidad (…) El Tiempo reitera su oposición a que cualquiera de sus directivos ocupe cargos oficiales”, escribió). Ese editorial generó distanciamiento entre mi papá y Hernando —concluye. Así, pues, Juan Manuel Santos, criado entre el poder, más cercano del presidente Alberto Lleras, quien le regalaba billetes de cincuenta centavos, que de Eduardo Santos, al que visitaba acompañado de su pastor alemán pues, según dice, de los once a los quince años no tuvo “amigos sino perros”, pero cuyo talante santista lleva en las venas, más por herencia que por ser seguidor de sus tesis —no obstante que admira su austeridad, su verticalidad y su pulcritud en el manejo de lo público—, cambió para siempre su destino, dejó a un lado su profesión de economista, su carrera de diplomático defensor de los intereses cafeteros de Colombia, su futuro luminoso en el periodismo y se sumergió entre las aguas movedizas y turbias de la política, en las que desde niño anheló adentrarse, razón por la cual fue tan feliz estudiando como becario Fullbright en la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard. Al terminar el mandato de Gaviria, Santos se convirtió en columnista de El Tiempo, se opuso al gobierno de Ernesto Samper y creó la Fundación Buen Gobierno, cuyos principios —eficiencia, eficacia, transparencia y rendición de cuentas— espera aplicar durante su período. Más tarde, al terminar el gobierno de Pastrana, como liberal, se abstuvo, por disciplina de partido, de apoyar la candidatura de Álvaro Uribe. Luego formó el Partido de la U, crucial en la reelección de 2006, y asumió el Ministerio de Defensa, el cual desempeñó con eficiencia, no obstante que tuvo serios cuestionamientos: desarrolló la inteligencia, rescató a Íngrid Betancourt y a otros secuestrados, penetró en territorio ecuatoriano y bombardeó el campamento de Raúl Reyes, lo que provocó que un juez de ese país le dictara orden de captura y que el presidente de Ecuador, Rafael Correa, con quien ya se reconcilió, rompiera relaciones con Colombia. Además, le explotó en las manos el horror de los falsos positivos… —¿Por qué ha repetido que fue usted el que acabó con los falsos positivos, Presidente? —El tema ya se rumoraba —afirma, mientras nos disponemos a aterrizar—. Formé un comité para investigarlo, pero yo no creía que fuera cierto. Estando en esas, se conocieron los asesinatos de Soacha, mandé a una gente distinta a investigar, me llevaron el resultado, fui a la Fiscalía y se lo llevé al presidente Uribe. Le dije que había que relevar a todos los posibles involucrados de manera ejemplarizante y se instauró la política de que “es mejor un desmovilizado que un capturado, y un capturado que un muerto”. Hoy, los falsos positivos bajaron a cero y hay dos desmovilizados por cada muerto. —Y cuando ve caer a los soldados y policías y mira el rostro desfigurado de Raúl Reyes y observa los de los otros guerrilleros muertos, ¿qué siente, Presidente? —¡Me duele darles el pésame! Pero uno no puede dejarse afectar por eso, porque entonces toma decisiones incorrectas… Aterrizamos. Son las 5 y 30 p.m. en Colombia y las 8 y 30 p.m. en Brasilia. Apenas tenemos tiempo de cambiarnos para ir a la fiesta de la Embajada, vestidos de blanco, como esa noche lo hará Yemayá, la Diosa del Mar, según la tradición brasileña. En la pista están la embajadora, María Elvira Pombo, y el representante del BID en Brasil, Fernando Carrillo, en cuya casa gentilmente me aloja y a quien le llevo, para calmar su antojo, butifarras, bollos limpios y de yuca, suero atollabuey y cocadas que sobrevivieron a inspecciones de perros y guardianes. El Presidente se dirige al hotel Golden Tulip. A las 10 y 30 p.m. llega, de guayabera blanca, a la residencia de la Embajada, se toma un whisky y conversa con Dan Restrepo, asesor de Obama para América Latina, y con el Embajador de Estados Unidos en Brasil. Se les suma, para sorpresa de todos, el Embajador de Venezuela en ese país. Poco antes de las 12 revienta en el cielo un diluvio de fuegos artificiales, pequeñas estrellitas de colores que descienden en redondo y se desvanecen antes de tocar el gran jardín de la residencia. El Presidente las mira embelesado. —A mi papá le fascinaba la pólvora, ¡nosotros somos muy polvoreros! —comenta. —¡Son las 12! —alguien exclama. —¡Feliz Año! Este año ha sido como bueno, ¿verdad? —me dice sonriente. Juanita Santos, su prima hermana, huésped de la embajadora, le entrega un pequeño muñeco de año viejo. Santos lo quema y afirma: —Aquí estoy quemando el agua, la pobreza, el desempleo, la corrupción y la enfermedad. El Presidente repite whisky. Juanita lo saca a bailar. ¡No lo hace tan mal, no pierde el ritmo, por lo menos! Tímido, sin lugar a dudas, invita a bailar a Diana Serpa, la encantadora esposa de Fernando Carrillo. Es la 1 a.m. Santos se empeña en esperar el año nuevo colombiano entre un whisky y otro: maneja el licor con mesura, a diferencia de su antecesor, quien no se tomaba un trago por temor a tornarse violento. Dos horas más tarde, a la medianoche en Colombia, llama a su esposa, María Clemencia Rodríguez, la madre de sus tres hijos, a quien él ve similar a su mamá, no sólo en el nombre: —Mi esposa y mi mamá hicieron muy buenas migas —cuenta—. Se parecen muchísimo: ordenadas, familiares, muy buenas mamás, pendientes de sus hijos, de las tareas, francas, hasta hirientes, viscerales… “¡Usted cómo pudo volver a ser amigo de ese tipo que le hizo tal cosa!”, me dice a veces María Clemencia. Por fin, a las 3 y 30 a.m., el Presidente se despide. Lo vuelvo a ver la tarde siguiente, cuando luego de asistir a la posesión de la presidenta de Brasil y de conversar en privado con su “nuevo mejor amigo”, Hugo Chávez, aborda al avión presidencial. Me saluda. Va a la habitación del avión. Sale sin corbata. Se ha cambiado el vestido de paño azul por el pantalón de pana y las medias de rombos de la víspera. Se acomoda en una de las sillas delanteras y yo, armada de mi libreta de notas, me siento enfrente. De regreso volamos los dos solos. —¿Cómo le fue con Chávez, Presidente? —Bien. Nos acaba de entregar a Álex Tulio, un comandante del Eln… Hemos sido francos… El hielo se rompió cuando nos encontramos en Santa Marta: él había dicho que me felicitaba porque ese día (10 de agosto) yo cumplía 40 años. Entonces le comenté: “Comenzó mal, Presidente”. “¿Cómo así?”, exclamó Chávez sorprendido. “¡Usted dijo que yo cumplía 40 años y ahora mi esposa va a exigirme mucho más!”, le contesté. Entonces rio. —¡Es que esas relaciones a las patadas eran muy complicadas, Presidente! —le comento. —Las cosas son mejor a las buenas que a las malas —dice. —En vísperas de su posesión, ¿Uribe le consultó si convocaba a la OEA para presentar la queja contra Venezuela? —No, yo me enteré estando en México, por televisión, de la ruptura de relaciones. —¿Usted lee los twitters de Uribe, Presidente? —No —contesta, tajante. —¿Y cómo están sus relaciones con él? —Hablamos de vez en cuando… La última vez fue el 24 de diciembre. —¿Quién llamó a quién? —Yo lo llamé… ¿Y sabe?, Uribe siempre fue muy respetuoso conmigo… Y yo estoy dedicado a cuidarle los huevitos —dice sonriente—. En cuanto a la seguridad democrática, hemos dado los mejores golpes. Y con respecto a la confianza inversionista, no hago más que consentir a los empresarios. Y en cohesión social, mire el programa social que tenemos. ¡Son los mismos huevitos, pero con diferentes agendas! —¿Cómo pudo usted trabajar con Uribe siendo tan distintos, Presidente? —Yo estaba de acuerdo con la política de seguridad democrática y lo que hice fue aplicarla. —Y en lo demás, como no pertenecía a su campo, ¿no se metía? —Así es. —Digamos, Presidente, que lo que ocurre es que usted, como buen militar, aprendió a obedecerles a sus superiores. Pero cuando llegó a general, ¿el que manda es usted? —¡Ponga eso! ¡Está muy bien puesto! —¿Y qué diría su papá sobre lo que usted está haciendo? ¿No cree que el Viejo estaría mucho más de acuerdo con Fernando Londoño que con usted? Santos sonríe y responde: —Sobre la ley de víctimas mi papá diría: “¡Y eso pa qué!”. Y con la repartición de tierras no estaría en desacuerdo: él consideró importante la reforma agraria de Carlos Lleras… Ahora, ¡yo tampoco voy a hacer la revolución socialista! No les voy a quitar la tierra a los que la obtuvieron de manera honesta, sino deshonesta. Se trata de que la gente vuelva a su terruño constituyendo empresas asociativas… —Esa es una política mucho más de izquierda de la que se pensaba que usted desarrollaría —le digo. —Como yo fui un ministro de Defensa muy duro con la guerrilla, me encajonaron dentro de una definición. ¡Pero luchar contra la guerrilla no se opone a tener una agenda de izquierda! Después de la cena, el Presidente me invita a ver una película de acción. Le digo que prefiero leer y le pido que me deje solicitarle al fotógrafo de la Casa de Nariño que nos tome una foto para ilustrar este reportaje. —Más tarde —responde, mientras se coloca los audífonos. Me quedo profunda... —¡Ya casi vamos a aterrizar! —me despierta el Presidente. Lo acompaña el fotógrafo… Nos acomodamos para que nos tomen la fotografía. —¿Durmió? —le pregunto. —Leí… ¿Sabe que, coincidencialmente, durante el gobierno de Roosevelt, también hubo una gran inundación en Mississippi? Este libro cuenta cómo él vio en ella una oportunidad para reconstruir el país… Creó el Tennessee Valley Authority y con eso hizo maravillas… —¿Usted a quién admira, Presidente? —A Churchil. Admiro mucho su capacidad de ir contra la corriente cuando tenía el convencimiento íntimo de que lo que hacía estaba bien. Aterrizamos en Cartagena. Son las 9 y 30 p.m. del 1 de enero. —¿Usted va a quedarse en el poder cuatro u ocho años? —Aspiro hacer todo lo que quiero hacer en cuatro años —responde. —¿Y qué quiere hacer, Presidente? ¿Cómo es la Colombia que usted sueña? —Es mucho más equitativa, sin tantas diferencias sociales, más próspera… Es una Colombia a la que deseo dejarle un legado institucional, una democracia sólida que dependa más de instituciones que de personas… Y quiero entregar un país en paz… Los cuatro sombreros del Presidente Juan Manuel Santos ha sido militar, como cadete de la Armada; diplomático, como representante de la Federación de Cafeteros ante la Organización Internacional del Café con sede en Londres; periodista, como subdirector y columnista de El Tiempo, y jugador de póquer. Dice que en la milicia aprendió la disciplina y el amor a la institución; el periodismo le abrió ventanas y lo volvió tolerante (él no parece afectarse con los insultos o la crítica); la diplomacia le enseñó a negociar y a ponerse en el pellejo de la contraparte; y que con el póquer aprendió a tomar riesgos y a medirles el aceite a los demás. Son cuatro sombreros bastante útiles en el ejercicio del gobierno y de la política. Una nueva Colombia ante el mundo en palabras de Santos “Queremos pasar de ser la niña fea a la niña bonita; voltear nuestra imagen negativa; volvernos un ejemplo; convertirnos en el puente entre Mesoamérica y Unasur (estamos haciendo gestiones para arreglar el problema de Honduras y lograr que vuelva a ser reconocida por la OEA); en el Consejo de Seguridad vamos a presidir los comités de Irán y de Somalia; yo fui el primer Jefe de Estado invitado a la Asamblea del Tratado de Roma: les conté en qué consistían las leyes de víctimas y de tierras y la reintegración a la vida civil de guerrilla y paramilitares; Hillary Clinton me reiteró que para E.U. es importante que hayamos reestablecido las relaciones con nuestros vecinos; el Presidente Obama va a Colombia en febrero… Eso es lo que yo quiero: que Colombia sea un ejemplo para el mundo.” De la mano con la izquierda El 1° de enero la ex guerrillera Dilma Rousseff asumió la Presidencia de Brasil, convirtiéndose así en la primera mujer en manejar las riendas de la principal potencia económica de la región. Impulsada por el carismático ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, Rousseff tiene el reto de continuar con las políticas de su mentor y así consolidar a Brasil como una potencia mundial. A su posesión asistió el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, quien sabe que la armónica relación con el gobierno de este país es fundamental en materia económica, política y social. Además, es un puente importante entre el Gobierno Nacional y otras democracias de izquierda.
22 horas con Yamid Amat
Septiembre 12, 1982 | El Tiempo
El sol se adivina ya tras este cielo del lunes y de lluvia. Las luces de Bogotá continúan encendidas. Faltan 15 minutos para las 6 de la mañana. Ya mi mamá se aproxima con paso ligero a la puerta de su apartamento incrustado en los cerros, al norte de la ciudad periódico en mano, de corbata y vestido azul ha planchado de manera impecable, este periodista de 41 años, excepcional e incansable, hecho a base de necesidad y de esfuerzo exclama sonriente: Quihubo hermana ¿tiene un carro que ande rápido? El mío se me quedó varado ayer en la finca de Alberto Acosta. Subí al automóvil. ¿Usted sabe quién es Jacobo Arenas? El segundo hombre de las FARC. Le hice una entrevista. Me hace falta la introducción. ¿Sabe más cosas sobre él? Ola… no pare los semáforos que hay que preparar 6 a.m 9 a.m! En segundos atravesamos la ciudad. En la avenida 19, abajo de la séptima, al frente de Caracol, como abandonado, queda el automóvil. Yamid saluda al portero: - Quibo hermano! - sube corriendo las escaleras. Juan Guillermo Ríos está llamando desde Beirut. Coje el teléfono - Muy bien, hermano - le dice Yamid. Cuelga. - De pronto le pegan un tiro a Juan Guillermo- exclama. - Oyó la transmisión de anoche? una berraquera, cierto? Juan Guillermo está sobrado - Corre a la cabina. Allí, sentados al rededor de una mesa repleta de papeles, periódicos, tazas vacías de café y ceniceros rebosantes de colillas, Alfonso Castellanos, Javier Ayala, Julio Nieto y Antonio Pardo, cada uno al frente de un micrófono, están contándole las últimas noticias a más de un millón de colombianos que los oyen diariamente. Yamid Amat se sienta en la cabecera de la mesa. Se acerca a su micrófono. Las cinco señales rojas que indican que estamos al aire se encienden inesperadamente. Ahora escucharán a Juan Guillermo Ríos quien está presenciando, en este momento, la salida de Yasser Arafat de Beirut, en medio de un impresionante tableteo de ametralladoras - Se apagan las señales rojas. Se oye durante varios minutos el diluvio de tiros y de gritos que suena entonces en Beirut. Son las siete de la mañana. Camine que hay que preparar 6 am - dice Yamid. Se dirige entonces a su oficina, de afán, como siempre. Sobre su escritorio se yergue una botella vacía de whisky VAT 69 y reposan las decenas de cuartillas con las noticias que debe revisar para que sean leídas 15 minutos después. Se sienta. Pasa cuartillas. Tacha. Corrige. Introduce una en su máquina de escribir FACIT. Golpea las teclas a toda velocidad: “...con salvas de artillería pesada y lágrimas, combatientes palestinos despidieron hoy al legendario líder…” ¡Falta una noticia sobre la muerte de Ingrid Bergman! - exclama. Va a la sala de redacción. Si sitúa en frente de los teletipos de AP, EFE, AFP, DPA y Latin que expulsan cables sin parar. Escoge uno de la DPA. Regresa con él a su oficina. Lo corrige. Ingrid Bergman se murió el día del cumpleaños - comenta. Vuelve a la sala de redacción. Hagan la lista de llamadas…¿Por qué estás hoy tan deportivo viejito?...viste lo de Santa Fe ayer? Faltando 30 segundos hizo gol y faltando 15 empató…Vamos al master - Son las 7:15 Una consola con 58 botones blancos, 12 rojos y cuatro azules, es accionada por Serafín, un joven Rubio quien, moviendo switches mágicamente, modula las voces, permite que los colombianos escuchen ahora las explicaciones del procurador sobre el caso del Grupo Colombia, antes los tiros de beirut, más tarde las noticias de Cali, después un debate entre varios personajes situados en lugares diferentes, luego una cuña del banco Cafetero, más adelante otra, y otra más, y cada una de ellas, al sonar medio minuto diario durante un mes coma Le produce a caracol $300.000 pesos netos y, todas reunidas, le dejan mucho más de una decena de millones. Detrás de Serafín, cinco periodistas - Yamid Amat y Alfonso Castellanos entre ellos - marcan de afán los teléfonos de los candidatos a entrevista. Y esas llamadas, sumadas a las que hacen desde el mundo entero los corresponsales de Caracol, le cuestan a la empresa tres millones de pesos cada mes. Al teléfono el Procurador! - grita Castellanos. Yamid corre a la cabina. Qué opinión tiene de la carta que le envió el Ministro de Justicia, señor Procurador?...Sabía usted que un juez ordenó archivar el caso del grupo Colombia?...Cómo es posible que un ministro que acaba de posesionarse descubriera eso y usted no lo supiera?...Eso quiere decir que usted no estaba cumpliendo con su deber, señor Procurador…Entonces qué sentido tiene la carta que le envió el Ministro? Un miembro legal del M-19, expreso político, ingresa a la caniba. Yamid Amat despide al Procurador y anuncia: Esta es la primera vez que en la radio se le hace un reportaje libre, abierto, a un integrante del M-19. Dro Lucio, cuál es la posición del M-19 con respecto al gobierno del Dr. Belisario Betancur? - Pregunta Javier Ayala El interrogatorio prosigue…termina. Banco cafetero, hermano! Han metido una cuña no más! - exclama Yamid. Continúan las entrevistas: el Presidente de la UTC está en una línea, el gerente de los Ferrocarriles está en otra. Álvaro Galindo, desde Roma, espera en la siguiente…Pero Alfonso Castellanos se queja: Betancur se reune con todo el mundo a las seis de la mañana. Esto es un problema! Ya no hay nadie en la casa! Todos están en Palacio! - Llamen a Salem, el representante de la OLP aquí - Indica Yamid. Salem al teléfono. Cuéntenos, señor Salem, ¿quién es Yasser Arafat? - le dice Castellanos ¡Me van a echar de este país…M-19…OLP…Llamen al Embajador de Israel!- exclama Yamid. Mientras concluye la entrevista de Salem con un “sí se puede, como dijo el presidente Betancur”, Yamid Amat ordena que pongan el final de la grabación de Juan Guillermo Ríos para que el capítulo de los palestinos termine con los tiros de Beirut. Nuestro próximo enviado especial será Julio Nieto quien, desde las Malvinas, nos contará cuál es la situación que se vive allá después de la guerra..y ahora faltan siete minutos para las nueve y llegaron las mujeres…- ¡Por fin una pausa! Como lo hacen de lunes a viernes, todas las estrellas de Caracol se dirigen a la cafetería del Hotel Dann a desayunar y a comentar las últimas noticias. Es entonces cuando se dispone de algunos minutos para conversar con Yamid Amat. Yamid, palestino… Mohamed Amat, su padre, llegó a Barranquilla huyendo desde Palestina, en los años treinta, cuando se produjo la rebelión palestina contra la dominación británica. Se trasladó al Socorro. Allí se casó. Se estableció luego en Tunja. Montó una venta de cachivaches. Se radicó finalmente en Bogotá. Entonces nació Yamid. La familia Matt vivió sin mayores dificultades económicas hasta 1960, cuando murió don Mohamed. Yamil tuvo que abandonar luego la universidad para ayudarle a su madre quien se encargó de los almacenes. Solo pudo cursar un semestre de ingeniería química. Los negocios decayeron. En 1963, Yamith buscó otra fuente de ingresos para mantener a su madre y a sus hermanos: a los 21 años, “movido por el hambre”, se inició en el periodismo. Entró a radio juventud con $3000 mensuales. Hacía un noticiero. Se desempeñaba además como mensajero, locutor, secretaria, reportero. Cuando Monserrate compró una Unión radio, le ofrecieron $7000 de sueldo. Ingresó a Unión Radio como reportero raso. En una ocasión, Jaime Villamil le pasó carta de despido. Al día siguiente le pidió que se quedara mientras conseguía otro redactor. Jaime Villamil se convirtió en uno de sus maestros. El otro fue Alberto Acosta, quien lo llevó como jefe de redacción de TV sucesos A3. Pero antes, Yamid Amat fue redactor político de el espacio y luego director de El bogotano. Una columna crítica que mantenía en el espacio sobre la radio y la televisión, firmada con el seudónimo de Juan lumumba, fue la que hizo que Fernando londoño, principal accionista de caracol, Le ofreciera en 1975 la dirección del noticiero. Entonces tácitamente Londoño le dijo: Usted que tanto critica, hágalo! - Angustiado por las información que se vive en Colombia, yamidamat, a quien los periodistas le hicieron paro el día que ingresó a caracol porque lo consideraban inexperto y después se convirtió en el maestro y Amigo de todos, comenzó por Designar un corresponsal en Nueva York, otro en Roma y otro en Madrid. Los resultados fueron inmediatos: los mayores ingresos superaban de sobra los mayores costos. La red de corresponsales creció. Próximamente se elevará 50. Ahora, reporteros de caracol cubren permanentemente, en directo, las noticias originadas en 16 ciudades extranjeras y un enviado especial corre donde quiera que se localiza el centro mundial de las noticias. Pronto se inaugurará un sistema computarizado de archivo el cual en un minuto, le permitirá a cada periodista obtener en su pantalla toda la información que existe sobre un determinado tema o personaje. Eso va a cambiar la historia del periodismo en este país. Va a Elevar su calidad. Ya no habrá disculpas para la mediocridad- comenta y agrega: - el auge de Caracol no se debe a mi punto se debe a que se conjugaron tres factores: la revolución comercial, con el ingreso de Diego Londoño como gerente. La revolución técnica, con la vinculación de audio tobón punto la revolución periodística con la incorporación de Alfonso Castellanos, Javier Ayala, Julio Nieto Juan Gossain y Yamid Amat - Y juntas, esas tres revoluciones, elevaron al primer puesto la sintonía de caracol en los sectores que, con mayor interés, desea cubrir esa empresa cuyo número de empleados pasa de $1000 los sectores medios y altos, es decir, los de mayor poder adquisitivo punto y juntas, esas tres revoluciones, están sacando a Colombia del aislamiento. Están permitiendo que los colombianos sepan en qué mundo viven. Están barriendo a la prensa como fuente de información, porque la prensa no tiene corresponsales ni siquiera en Washington y en Nueva York, porque a los redactores de prensa no les queda más remedio que sintonizar a caracol para saber qué está pasando, por qué la prensa, como dice Yamid Amat, si no se dedica a hacer el análisis de las noticias o a descubrir chanchullos como lo hace samper, seguirá decayendo: porque la prensa no puede competir con la velocidad de Caracol. Y aunque Yamid Amat insista en que Caracol no es él sino un equipo, y en que está crónica no debe hacerse sobre él, sino sobre su gente, hay que decir, aunque contradiga su modestia, que Yamid Amat es el alma y el maestro del equipo Caracol. ¡Nuevamente el agite! Son las diez de la mañana. Yamit regresa a su oficina. Modesta. Sin tapete.com baldosas de color indefinido por la mugre. Adornada por un arreglo de pompones amarillos y blancos. Un escudo de Santa Fe colgado en una pared. Un radio sintonizado en caracol permanentemente. Una caja de whiskys en el suelo. Una televisión apagada. Un libro titulado 2001 datos curiosos. Una colección de directorios telefónicos de todo el país. Los retratos de un niño y una niña sus dos hijos sobre el escritorio. Y estampada en la puerta, una calcomanía que representa una mano haciendo la B de la Victoria acompañada por una leyenda que dice: “Palestina vencerá”. Bettyyy - grita Yamid - Comuníqueme con los del Banco Santander para cancelar el almuerzo. Vamos a almorzar con el Ministro de Hacienda. Que alguien vaya al aeropuerto a lo de la Madre Teresa esa! Llámeme a Carlos Kure, el presidente de Bavaria…- Transcurre una hora y media de la loca sinfonía de llamadas telefónicas…Yamid regresa al master. Empalme Jerusalem! Nooo, meta Popayán. Metalo yaa! - exclama y zapatea simultáneamente. Ingresa a la cabina. Entrevista al director del Intra. Ya es la una menos siete minutos. El Ministro está citado a la una en el Gun Club. Vuelve a su oficina. Hay que preparar Última Hora - (Yamid el almuerzo…Yamid el Ministro…) Habla por teléfono. Escribe una noticia simultáneamente. Revisa cuartillas. Corrige. Escribe otra vez. Pide cinta pegante. Corta un cable. Lo pega a un párrafo que acaba de hacer. Ya! - exclama por fin. Él y Javier Ayala se perfuman con agua de colonia Dunhill. Salimos…Llegamos al Gun a pie. El Ministro de Hacienda, Edgard Gutiérrez Castro, y el presidente de Caracol, Fernando Londoño Henao. esperan en un reservado hace media hora. ¡Por fin otra pausa! Luego de dos tragos de Jerez y de una cadena de preguntas bien acomodadas, se comienza a huir el anticipo de la filosofía económica del nuevo gobierno, la cual será expuesta por el presidente de la república dos días después. Mientras transcurre el almuerzo, el ministro cuenta que el próximo fin de semana viajará a Toronto para asistir a la reunión del fondo monetario internacional. Nos vamos para Toronto, don Fernando - Comenta Yamid. El Ministro asiente y aporta la idea. A don Fernando no le queda más remedio que aceptar… Concluye el almuerzo. Regresemos por la séptima, hermana. Es más bonito! Ay! la censura. Los dueños de caracol No se meten Para nada la información, pero el gobierno.. ¡El de turbay fue el peor! ¡El ministro Arias Carrizosa ha sido el más funesto!. Descubrieron que mientras menos información tuviera la gente les quedaba más fácil manejar los problemas puntos a los periodistas nos pasó con el gobierno de Turbay lo mismo que al país con el frente nacional: nos anestesió punto para nosotros, el resurgimiento del periodismo con Betancourt es como cuando alguien sale de la cárcel: quiere volver a vivir, volver a nacer. Un funcionario del Ministerio de comunicaciones me llamó a decirme que había violado el estatuto cuando pasamos el casete de Bateman. “Hable con el Ministro” le respondí. Y el Ministro le contestó que la época de la censura ya había pasado - comenta feliz Yamid Amat mientras se percata de que ya estamos otra vez en la puerta de Caracol. Más agite De nuevo en su oficina, Yamid grita: - Bettyyyy - Betty entra. Llámeme al gerente del Banco Cafetero. Y a Jaime Michelsen. Y a Mauricio Gómez. Y al gerente de Eastern. Y al cónsul norteamericano. Y al canadiensa. Y a mi hijo. Y a mi mujer... Dizque no hay grabadora. ¡Que consigan! - Llegar Arturo a la p. Le cuenta que su mujer anda enfurecida porque se quedó esperándolos el viernes anterior y él regresó tarde... No le avisó. Andaba con Yamid. Voy a mandarle unas flores a su mujer…¡Bettyyy! - El gerente del Banco Cafetero al teléfono punto de pronto, Ya brinca en la silla: le acaba de vender el patrocinio del viaje a Toronto. Y así, consigue por canje los pasajes de Eastern. Y las visas. Y la compañía de Mauricio Gómez. Y así averigua que Jaime Michelsen no viajará a Toronto y así descubre que Jorge Mejía, en cambio, sí estará presente. Y así consigue la visa norteamericana para Edgar Perea que va a Nueva York a cubrir un campeonato mundial de boxeo. Y así atiende un juez de instrucción criminal que llega a caracol para que le cuenten Cómo es el tipo que mató al profesor Alaba punto y así recibe la visita de luz y Nieto de San Pedro; así, A las 6 de la tarde, comienza a escribir las Chivas que le sacó al ministro durante el almuerzo punto y así atiende a Lilia acá punto y así coma exhausto, a las 7:15, termina de preparar las noticias que a las 7:15 comienzan a pasarse en Última Hora Caracol. ¡Terminamos! - exclama sonriendo. - Ahora sí, saquemos el whisky - Pero no termina. Estudia una resolución del Intra. Habla con el ministro de obras. Conversa con el secretario de prensa de palacio. Le dice que quiere hablar con el presidente.... A las 8:30, llama a Alberto Acosta… Entonces, Sí, apura el primer whisky. Comienza la tertulia. Principian los chistes. Sí sabe dónde va a quedar la Urbanización de las Casas sin cuota inicial de Belisario? dice Javier Ayala. Ahí al ladito de la universidad a distancia.. Punto Y si sabe que turbay fue por tierra Medellín? Llegó en avión. Se agachó. Cogió un poco de tierra y se la echó al bolsillo. Pero cuéntale lo que nos pasó con Belisario la semana pasada - agrega Yamid. Sí - dice Javier - Llamó a las 7 de la mañana. Quién habla?, preguntó Jorge Rincón. Belisario Betancur, respondió el presidente punto y Jorge, bien ocupado, le contestó: “Ay no jodas, hermano, a quién querés que te pase” el presidente insistió: habla Belisario Betancur punto y Jorge le dijo otra vez: “Ay no jodas marica… ¿A quién te pasó?…” finalmente le pasó a Julio Nieto. Entre whiskys y chanzas, pasa el tiempo y yamith comienza a confesarse. Dice que celoso, buen árabe punto Qué es terco punto que siempre se sale con la suya porque no le gusta reconocer que se ha equivocado. Dice que es tímido y autosuficiente.. No, es Modesto. Pero, ante todo, es un periodista honesto. Diez y media de la noche. Vamos Dónde Alberto Costa que nos está esperando - dice Yamid. En su estudio tapizado con fotografías de Hitler y de Franco y las básicas sobresaliendo de una pared, espera sonriente y tartamudo Alberto Acosta, con zapatos, medias y vestido blancos, Camisa Colorada y cachucha cuadros verdes, amarillos y rojos. Quihubo Fedayín - le dice Yamid Quihubo maestro - responde él. Comienzan los insultos cariñosos del maestro al discípulo principian los chi-chistes de A-al-alberto. No paran las carcajadas. Surgen las discusiones: que si Nariño era pícaro o no. Que si Santander era el bueno. Que era el malo. Que el bueno era Bolívar, sí señor. Sí. Bolívar - dice Yamid a las doce y media de la noche. - Pero a mi lo que me preocupa es Nariño - Continúa la parranda. Se desocupan los vasos. Se llenan con whisky. Se vacían de nuevo. Se vuelven a llenar… Las tres de la mañana. Hagamos una cofradía contra el sol - propone Yamid. - Todo lo desagradable ocurre con el sol: el sobregiro en el banco, las mujeres recién levantadas, el director del intra, el ministro Arias Carrizosa. En cambio en la noche. ¿Hay algo más bello que una mujer en traje de noche? Quién ha dado un beso romántico a las 12 del día, a pleno sol? ¿Quién sueña cuando hay sol? ¿Quién vive sus fantasías con el sol? y quién puede vivir sin fantasías? ¡Hagamos una Cofradía contra el sol! Tres y media de la mañana. Ya duerme Alberto Acosta. Yamid acompaña a las mujeres a la puerta de sus respectivas casas. Faltan quince minutos para las cuatro. Dentro de dos horas saldrá el sol y romperá el embrujo de la noche. Faltan dos horas para que comience 6 am. Adiós Yamid. Tienes dos horas para dormir. Te desquitarás como siempre, el fin de semana, durmiendo con el sol.
Rómulo Lara: un hombre sabio, comerciante, parrandero, generoso y medio loco.
Noviembre 28, 1982 | El Tiempo
Leonidas Lara y sus tres hijos, Luis Antonio, Rómulo y Oliverio, con su visión comercial y su capacidad empresarial, iniciaron un salto adelante en la historia económica de Colombia. Todos, menos Rómulo, se habían muerto. El 22 de noviembre de 1982 él también murió. Luego de una exitosa intervención quirúrgica practicada por el ortopedista Eusebio Cadena y asistida por el cardiólogo Martín Gutiérrez, Rómulo Lara, como siempre hacía, adivinó el pensamiento de su hija y descubrió que a ella le acababan de anunciar que él tenía cáncer en un pulmón. Al saber que se iba a morir -no demasiado pronto- y que iba a dejar a la deriva a la mujer de toda su vida, a su única hija y a su único nieto, Rómulo Lara generó un estrés tal que reventó las úlceras que él siempre mantuvo en completo secreto. Poco después de comenzada la hemorragia, la gente que tenía su mismo tipo de sangra (O Negativo) y que escuchó el clamor que en busca de la misma hizo su hija periodista con la ayuda de sus colegas, a través de “Caracol” y del “Noticiero 24 horas” una romería de pueblo anónimo acudió en su ayuda para donar su sangre. A pesar de la solidaridad de todos, Rómulo Lara murió. Y con su muerte, como lo anota “El Espectador” del 23 de noviembre, murió “un símbolo y el continuador de una página brillante en los anales de las familias y los ciudadanos que han engrandecido el país”. Gracias a todos los que quisieron sacrificarse para salvarlo, ese símbolo, Rómulo Lara, era mi todo. Era mi padre. Era mi hermano. Era mi amigo. Era mi brújula. Era mi confidente. Era mi compañero de parranda. Era el papá que de verdad tuvo mi hijo. Rómulo Lara era, además, mi personaje favorito… Y como ello era así, lo escogí como mi personaje cuando cursé el máster en periodismo en la Universidad de Columbia (Nueva York) Y en esa época, 1979, cuando él tenía 76 años, escribí su retrato. Se trata, simplemente, del perfil de un personaje interrogado por una periodista. Para hacerlo -un día de otoño de 1979- en un restaurante francés de Nueva York, iniciamos a mediodía un almuerzo que concluyó a la media noche en el mismo lugar, cuando juntos habíamos desocupado ya varias botellas de vino y el personaje le había contado a la periodista todos los detalles de su historia, la cual constituye una parte de la historia de Colombia y le había confesado, además, los secretos más íntimos de deambular por la vida. Hoy, la edición dominical de El Tiempo, publica el retrato que hace tres años sobre el personaje, Rómulo Lara Borrero, escribió una periodista. Pero como ese personaje era mi papá, el hombre más tierno y más sabio que hasta hoy he conocido, El Tiempo publica hoy también el último regalo que le hice cuando, a mediados de este año estando en el exterior recuperándome de una intervención quirúrgica, escribí un texto en el que predije su muerte. Esa premonición fue la única razón que en junio pasado, desde el exterior, me hizo regresar a Colombia. Y ese texto que retrata también la comunicación perfecta y el amor sin par que unían al papá y a la hija, lo hice transcribir en un pergamino que le regalé el día del padre, cuando mi personaje, Rómulo Lara Borrero, visitó mi casa por última vez. El original de ese pergamino que titulé ‘Por qué aquí nuevamente…”, reposa ahora con él muy dentro de su tumba. Olvidaba decir que a Rómulo Lara le fascinaba oír diluviar bajo un techo de zinc; amaba los truenos, las centellas, la tempestad. Inmediatamente después de un sol resplandeciente, los truenos comenzaron a escucharse -como salvas de artillería- a partir del instante de la elevación de su misa final. Duraron hasta el momento en que reposó sonriente en su tumba. Las centellas surgieron como un disparo de fuego verde cuando un rayo azul carbonizó el árbol que yacía erguido al lado de su féretro. La tempestad se desató y terminó en el instante en que él quedó sellado tras tres planchas de cemento. Estando en un automóvil -detrás de su cuerpo muerto- el granizo y el diluvio imprevisibles sonaron como aquel aguacero suyo bajo un techo de zinc. No habla de sí mismo… Rómulo Lara, hijo de Leonidas Lara, hoy personaje legendario, es no solo pionero de la industria automotriz colombiana sino, también, comerciante, millonario, deportista, cinematógrafo y albañil: electricista y tamborilero aficionado. A los 76 años dice que si la reencarnación existiera “reencarnaría en un segundo Rómulo Lara, corregido y aumentado”. (“Le corregiría algunos egoismos que uno tiene” comenta). Sus hermanos y casi todos sus amigos se murieron ya. Solo le queda una hermana, Amelia, más vieja que él. Sin embargo, dice que no se siente solo. Confiesa que toda su vida ha sido “Leonidas Lara e hijos”, la compañía que fundó su padre y a la cual él y sus hermanos le invirtieron todas sus energías. “Mi mundo es el de mis hermanos” dice él y agrega: “Imaginate que trabajamos juntos 60 años. Parrandeamos juntos. Nos unieron siempre los mismos ideales”. Cuando a Rómulo Lara se le pide que se refiera a sí mismo habla de su padre, de sus hermanos, de su empresa. No habla de él. Por ello, ni su vida, ni su personalidad, ni su mundo pueden considerarse separados de “Leonidas Lara e Hijos”. Su mundo fue el de su papá, el de sus hermanos… El viejo Leonidas, en cuya primera tumba la gente encendió velas y colocó monedas con la esperanza de volverse rico algún día, comenzó a trabajar a los 7 años en la finca de su tio Placencio Lara como ayudante de vaquería. Cada vez que recibía el dinero suficiente para costearse un año de estudio, Leonidas Lara dejaba de trabajar e ingresaba a la escuela. Pero las guerras civiles, en las cuales participó como combatiente liberal y los tres años de cárcel que padeció por defender su causa, le impidieron terminar su bachillerato. En 1870, a los 14 años, Leonidas Lara tenía ya sus propios negocios de compra y venta de ganado. Luego fue empresario de quina. Negoció con café, cacao, arroz, sal, azúcar, cerveza y barcos. En 1911, fundó en Girardot su empresa “Leonidas Lara”. El 11 de febrero de 1913, a raíz de un incendio gigantesco, Leonidas Lara quedó en la ruina. Vio incluso desaparecer se casa de Girardot mientras sus hijos Rómulo, de 9 años, y Oliverio, de 7, intentaban en vano apagar las bombas de fuego con baldes llenos de agua derramada por ellos sobre su techo de paja. Esa noche, Nicasio Perdomo, un viejo rico y amigo de la familia, les dio albergue a Leonidas Lara, su mujer y sus hijos. Al día siguiente, el mandatario del municipio de Girardot les cedió la escuela pública para que, los Lara, se acomodaran a dormir como pudieran sobre las bancas de tabla. Entonces, al contemplar ese deprimente espectáculo, Francisco Salive, el boticario del pueblo, un costeño de Sabanalarga, pobre pero honesto, digno y liberal, colaborador del General Uribe Uribe quien por sus méritos durante la Guerra de los Mil Días lo ascendió a coronel de su ejército liberal e irregular, le cedió al viejo Leonidas su propia y única casa. Ese Francisco Salive, a quien todos llamaban Don Pacho, ese que conservó hasta el final de la vida la huella de los grillos que el ejército del gobierno conservador le estampó en sus tobillos después de que combatió junto a Uribe Uribe al comienzo de la guerra, ese Pacho Salive que le entregó al viejo Leonidas -sin condiciones- su propia casa, era el mismo padre de Dora Salive, una niña que contaba un año cuando ocurrió el incendio y que se divertía encaramándose a la hamaca donde se mecía Rómulo, un hijo de Leonidas Lara. Esa niña de un año, Dora Salive, quien gozaba también rascándose la cabeza a ese niño de 9, Rómulo Lara, contrajo matrimonio con él 20 años después. Gracias a la ayuda que don Pacho y otros amigos le prestaron a Leonidas Lara, pero gracias, ante todo, a su voluntad de superación incomparable, salió de su ruina. Emprendió nuevos negocios. Incorporó a Luis Antonio, su hijo mayor, a su propia empresa, la cual entonces se llamó “Leonidas Lara e Hijo”. Años después, en 1924, unió a su firma a sus dos hijos menores, Rómulo de 21 años y Oliverio de 19. De ahí en adelante, la compañía se llamó “Leonidas Lara e hijos”. Vapores y limosinas Por esa época Leonidas Lara, un campesino de Yaguará, municipio del departamento del Huila, fundó con Eustasio Santamaria, un rico aristócrata de la capital, una compañía naviera de la cual hizo socia a su empresa “Leonidas Lara e Hijos”. Compraron un barco de cincuenta toneladas, “El Casandra”, que transportaba carga desde Beltrán, un puerto cercano del municipio de Honda en el Tolima, hasta Girardot, el puerto principal que entonces tenía el río Magdalena. La carga iba y venía. Los negocios crecían. Compraron un barco más grande, de 200 toneladas, el “Vapor Santamaría”, y en 1926 adquirieron el “Lorena”, todavía mayor, el cual con los otros, permanentemente, llevaba y traía carga, río abajo, río arriba. Los negocios de “Leonidas Lara e Hijos” se multiplicaron. Luis Antonio se dedicó, básicamente, a los de café. Oliverio a los de ganadería y Rómulo a la planeación de la empresa y de los negocios automotores, los cuales produjeron cerca del 80% del patrimonio total de “Leonidas Lara e Hijos”. En 1925, la empresa inició la importación y distribución de automóviles Studebaker en Colombia. Después de una época de gran prosperidad, la compañía logró sobrevivir a la tremenda crisis económica mundial que estalló en Nueva York en octubre de 1929. En 1933, Rómulo Lara dedicó su viaje de luna de miel a Estados Unidos a deambular de banquero en banquero mostrándoles un álbum con las fotografías de la estación de gasolina que en Colombia tenía “Leonidas Lara e Hijos”. Así los convenció de que la empresa no estaba quebrada, de que prorrogaran los vencimientos de las deudas y le prestaran más dinero a fin de comprar limosinas Studebaker de segunda mano. La joven mujer de Rómulo Lara, hija de un costeño tan costeño y farmacéutico como el padre del escritor García Márquez - ambos fueron compañeros en una junta de boticarios que hubo en Barranquilla cuando don Pacho había sido ya comandante de la Policía del Atlántico nombrado, ahí por el presidente Eduardo Santos quien se acordó de sus méritos de combatiente muy cercano de general Uribe Uribe- Dora Salive, la segunda hija de don Pacho, comprendió entonces, durante su luna de miel, como a menudo lo repite ella, que no se casó con Rómulo Lara sino más bien con “Leonidas Lara e Hijos”. “En una ocasión, durante mi viaje de bodas, cuando comprendí esa verdad, casi me arrojo por las Cataratas del Niágara” recuerda ella. Con las limosinas Studebaker que Rómulo Lara pudo importar en su luna de miel y con las que devolvieron antiguos compradores quienes, debido a la crisis económica mundial no pudieron pagarlas, él organizó en Bogotá una empresa de taxis: los famosos Taxis Rojos con taxímetro automático que marcaba en un rollo parecido al de las pianolas no solo el valor del recorrido, sino mucho más: si el taxi echaba para adelante, si echaba para atrás, si se detenía, si descansaba… Cuentan incluso que uno de los taxistas, a quien llamaban el Loco Bejarano, un día desesperado renunció. El motivo que aludió fue que no quería aguantarse más a “Don Rómulo al pie”. Para el Loco Bejarano, don Rómulo era el taxímetro automático de su taxi rojo. Los choferes de los Taxis Rojos llevaban uniformes y cachuchas. Jorge Eliécer Gaitán era entonces, a comienzos de los años 40, alcalde de Bogotá. Y Gaitán, el carismático y revolucionario líder liberal asesinado, se antojó de “encachuchar” a todos los taxistas de la capital, de la misma manera que Rómulo Lara había uniformado y “encachuchado” a los choferes de sus Taxis Rojos. Gaitán llamó entonces a Rómulo Lara para pedirle su opinión. Él le dijo que su antojo constituía un inmenso error. Gaitán no le hizo caso. Los taxistas de Bogotá, no los de los Taxis Rojos, se fueron a huelga porque Jorge Eliécer Gaitán los quería “encachuchar”. Se suscitó un inmenso problema de orden público. Entonces, Jorge Eliécer Gaitán, tuvo que renunciar a la alcaldía de Bogotá. Con las utilidades obtenidas con los Taxis Rojos, “Leonidas Lara e Hijos” pagó el ciento por ciento de sus deudas a pesar de que, debido a la crisis económica, el gobierno había dictado un decreto rebajando el 30% del valor de todas las obligaciones Revolver en mano Por esa época, “Leonidas Lara e Hijos” había iniciado ya los negocios de ganadería y había comenzado a adquirir los terrenos de la hacienda “Larandia”, la cual llegó a tener -en pleno Caquetá- 35.000 hectáreas de tierra e igual número de cabezas de ganado. La empresa ya había comenzado, también, la importación y venta de maquinaria agrícola Internacional Harvester. Y en 1937 había obtenido, además, la concesión de General Motors para la venta en Colombia de sus automóviles Cadillac y Pontiac. A medida que los negocios de los Lara progresaban, se acercaba en Colombia la fecha del asesinato de Gaitán… En abril de 1948, apenas Rómulo Lara se enteró de la muerte de Gaitán, es echó su revolver al bolsillo en medio del diluvio de balas y lluvia corrió a defender la estación de gasolina que, en la calle 32 con carrera 13, “Leonidas Lara e Hijos” tenía en Bogotá. Por liberal y por negociante, les ordenó a sus empleados que regalaran gasolina a quienes la pidieran, a fin de evitar que el pueblo enardecido por la muerte del caudillo, el pueblo insurrecto que de rabia quería destruirlo todo, al pasar por las instalaciones de la bomba de gasolina de “Leonidas Lara e Hijos” produjera la catástrofe. En 1949, un año después de la muerte de Gaitán, cuando se extendió en Colombia la violencia, se fundó en Nueva York “Leonidas Lara & Sons”, compañía norteamericana dedicada a manejar los negocios de café que los Lara iniciaron en Estados Unidos. En ese mismo año, 1949, “Leonidas Lara e Hijos” adquirió la distribución del jeep Willys de la compañía American Motors y llegó a ser el comprador más grande de la misma. Y también en el año 1949, la Dirección Liberal Nacional, integrada entre otros por Carlos Lleras Restrepo y Darío Echandía, intentó llevar a cabo un paro general para protestar contra las elecciones que convirtieron a Laureano Gómez en Presidente de Colombia. El político y escritor liberal, Luis Eduardo Nieto Caballero, propuso entonces que los dirigentes de su partido salieran a la calle para que la multitud los viera a su lado. Darío Echandía y su hermano Vicente iniciaron su recorrido en Bogotá en compañía de otros jefes liberales. Cuando caminaban frente a la estación de gasolina “Leonidas Lara e Hijos”, la Policía del Gobierno les ordenó permanecer quietos. Inmediatamente, comenzó a caer sobre los jefes un diluvio de tiros. Ellos se botaron al suelo. Pero una de las balas del gobierno alcanzó a acabar con la vida de Vicente Echandía, el hermano de Darío. (Carlos Lleras Restrepo, el otro dirigente liberal, no concurrió ese día a la caminata en que murió Echandía porque se encontraba organizando el paro ¡desde la clandestinidad!). Rómulo Lara, quien estaba en la estación de gasolina, salió a la calle abriéndose camino entre las balas. Quería saber si algo podía hacer él para impedir la muerte de Vicente Echandía. Cuando regresó al almacén, situado al lado de la estación de gasolina, un antiguo empleado de “Leonidas Lara e Hijos”, leal pero conservador, por godo le echó llave a la puerta e impidió que Rómulo Lara se amparara en sus predios porque “don Rómulo era liberal”. Él recibe hoy una pensión de jubilación de “Leonidas Lara e Hijos”. El derrumbe del emporio En 1950, “Leonidas Lara e Hijos” organizó una red de corresponsales en todo Colombia. En 1955 se fundó la “Revista Lara”, una publicación mensual de carácter cultural. En 1959, el Comité de Comercio de Bogotá le otorgó a la empresa la medalla de “Comerciante Eméritus”. La primera planta de ensamblaje de vehículos que hubo en Colombia la creó en 1961, “Leonidas Lara e Hijos”. En 1972 la Fiat de Italia, el Instituto de Fomento Industrial (IFI) del gobierno colombiano y “Leonidas Lara e Hijos”, constituyeron la Compañía Colombiana Automotriz, (CCA), a la cual Lara aportó su planta de ensamblaje. Pero antes, cuando se iniciaba la década del 60, Rómulo Lara, quien detestaba el latifundio, les vendió a sus hermanos su parte en las haciendas y en el negocio de compra, levante, venta y cría de ganado. En abril de 1965, en la hacienda Larandia, Oliverio Lara fue secuestrado y asesinado a machete. (En junio de este año, en Bogotá, Gloria Lara de Echeverri, hija de Oliverio, fue secuestrada también. Se mantiene aún en poder de sus secuestradores). Con el secuestro de Oliverio, el emporio de “Leonidas Lara e Hijos” comenzó a desmoronarse…De la riqueza de ayer es muy poco lo que queda, casi nada… Luis Antonio Lara Borrero, cuya salud principió a deteriorarse a raíz del secuestro de su hermano Oliverio, murió el 15 de septiembre de 1979, cuando tenía 83 años. Antes, ya por la enfermedad de su hermano mayor, Rómulo Lara Borrero había quedado prácticamente solo al frente de los negocios.
¡Salsa!
| El Espectador
Plenilunio de Salsa en Nueva York para iniciados y mayores de dieciocho “Al pelao, quien me llevó a bailar charanga a través del carnaval de su vida y más allá del estallido de su muerte” “Saaalllssaaaa” gritan dos veces al año las 22.000 Personas congregadas en el Madison Square Garden cuando los números de los dos seikos situados a un lado y otro de la circunferencia, sobre las cabezas del público apretujado, marcan, resplandeciente, las 8:30. el animador, disfrazado de caballero de la oeste, con casaca azul grisáceada de botones dorados, pantalones de un azul más claro metidos entre las botas altas de cuero carmelito y un sombrero de vaquero de Texas, grita, con la boca pegada al micrófono y los brazos apuntando al cielo, “saaallsaaa”, Y el lleno completo del estadio más famoso de Nueva York contesta, “saaalllsaaa”, a la hora inventada para Designar y comercializar la música del Caribe, aquella Que Se oía en Cuba hace 20 años, según Gabriel García Márquez, quién ama más la música que la literatura y creció en medio de los gramófonos coman las bandas, el mar y los tambores del Caribe. Salsa, música cubana de ayer, nutrida hoy por el concreto infinito de esta ciudad, paraíso de locura. Salsa, pareja de sílabas, mágicas cuando se juntan aquí y mueven multitudes ansiosas de Raíces, listas a correr detrás de sus ancestros encarnados en la música Coma Como si fuera ella la única capaz de asegurarles que tienen un pasado rico y propio, una cultura exuberante, ni mucho menos inferior a la de los perros calientes y las hamburguesas empaquetadas en bolsas de papel ordinario; una cultura nutrida de Mar Azul cristalino coma de sol, esclavitud y arena fina, Blanca, hirviente y brillante; una cultura que atrae tanto a los millones de caribeños que viven en Nueva York que, inclusive los lunes, muertos en la noche, los clubes nocturnos y latinos se llenan de parejas que podrían participar en concursos de baile del Caribe, se colman de mestizos coman negros y mulatos elegantes o con atuendos extrafalarios de pantalones ceñidos y brillantes que realzan el dibujar del ritmo de su silueta sensuales tropezando el vacío que no es vacío porque está lleno de música, de calor y de magia. “Saaalllsssaaa”, Grita al público comprimido en el Madison Square Garden, y la multitud chifla, Pita, aplaude al ritmo inconfundible de la clave en la salsa que todavía no suena y que va ta ta ta Y entonces escuchó detrás de mí la voz de un pregonero que ofrece marihuana, marihuana, de la misma manera que otro canturrea helados, helados y un policía se asoma por el balcón y, hacia abajo, Mira Los Rayos de Luz amarilla, azul y verde que le transforman el color de la cara al locutor quién, siempre en español, anuncia esta noche de viernes y de luna llena la aproximación de una perfecta combinación de salsa. Con ustedes, Los reyes de la “saaalllsssaaa”. Acto 1 Un aviso, tan luminoso como los números de los Seiko, mantienen encendidas las letras que forman el nombre de la Orquesta, Dimensión latina de Venezuela, mientras ella inicia el concierto. El público ya marca con Las Palmas el típico ritmo de la clave en la salsa, sin que la orquesta haya comenzado aún a interpretar, “yo soy el alma de un cantante rante (sic) que va vagando por el mundo entero. ¡Que viva la música latina!” Y la trompeta Haya principiado a dialogar con el piano, siempre acompañados Por la tumbadora, el principal instrumento de la salsa, por la clave, el segundo en importancia, por la campana, el tercero, por el bajo, el cuarto, por los demás transmisores de la magia, el batá, los timbales, el Bongo, el güiro, las maracas y el cencerro. Se esparce la fragancia de marihuana en el instante mismo en que dejan de dialogar los instrumentos y el cantante pronuncia las primeras palabras y la mitad del coro lo sigue, cantando voy, y la otra mitad responde, “por el mundo entero,” y el vocalista bigotudo improvisa un pregón, una retahíla, y sigue el mambo, y vuelve el pregón, Y nuevamente el coro, y otro pregón, y entra José Rodríguez con un solo de timbales, e irrumpen los vientos y, de repente, los cinco que componen el coro de la popular Orquesta venezolana, con sacos, pantalones y chalecos color crema y camisas abiertas, blancas, con punticos rojos, bailan enloquecidos. Y se enloquece también César Monje, el director de la dimensión, un gordo barbado, bajito pero descomunal. Y bailan todos comas simultáneamente, todos, adelantan una pierna, luego la otra, la cruzan, se agachan, se levantan, balancean los brazos, dan pasos cortos, largos, siempre al ritmo de la salsa y de las 44,000 manos que, al unísono, van tatata y cantan de nuevo, “por el mundo entero, cantando voy,” y el locutor vaquero informa que en la orquesta hay un colombiano, otro peruano, siete venezolanos y un puertorriqueño, y se desata una tormenta de aplausos, y aumenta la intensidad de la música, y el público baila en las sillas y aplaude y canta, “por el mundo entero, cantando voy,” Pita y grita y me electrizo, “por el mundo entero,” Y el director Monumental de la Dimensión latina da pastorejos al ritmo de siempre tas-tas-tas y el público latino, Escandalosa, desordenado, espontáneo, habla, compra collares de plástico verde Perico fosforescente a $2, se los Amarra alrededor de los cuellos que, en la oscuridad, parecen anillos verdes, brillantes, y la multitud grita, chifla, no se calla, no ha guardado silencio ni siquiera un instante, y la gente circula, baila, aplaude, bebé ron, fuma marihuana, aspira cocaína, y uno que otro norteamericano negro baila, grita también. Termina la “Dimensión latina” y entra Willy Colón, boricua del Bronx, flaquito y barbado, con 30 años, una gran fama y una maravillosa orquesta a cuestas, la cual, acompañando al cantante, abogado y compositor panameño Rubén Blades, quien describe en la salsa la cruda realidad del latinoamericano, se convierte en la más taquillera del momento, al igual que la vieja y ya casi legendaria Celia Cruz, “la guarachera del mundo”. Willie Colón y el cantante Ismael Miranda interpretan “Americano-latino”, y resplandecen cientos de flashes de cámaras fotográficas, también nutridos por la salsa, impregnados de ella, trashumantes de ella, flash flash flash flash flash, y los chorros de luz que, apresurados, salen de los reflectores desde arriba, bailan también, y baila el rojo, el verde, el fucsia, el azul, el amarillo, y baila el anaranjado, intensos arriba, tenues al llegar a las caras de los músicos o al cuero de la conga acariciada ahora por el rey de ellas, Ray Barreto, alto, atractivo a pesar de sus anteojos cuadrados que le caen hasta casi la mitad de las mejillas, amante de la música de Wagner, director de una de las mejores bandas latinas, tipo displicente y sexy que tiembla su ira al escenario porque “son 22,000 personas que te van a amar o te van a odiar por lo que hagas en ese momento”, Ray Barreto, nacido en Brooklyn y criadoen el Bronx y Harlem, en “El barrio” como lo llamamos los latinos, ese lugar semejante a tantos barrios del Caribe, donde los niños se la pasan en las calles jugando chacarita, es decir béisbol con tapas de botella de gaseosa que sirven de pelotas, y con palos encontrados en cualquier lugar que hacen las veces debates y, así, el vacío de dinero se llena con abundancia de ilusiones, sí señor, siempre ilusiones; un barrio donde los niños crecen en medio del sonido estridente de los radios que transportan la música del otro lado del mar más bello, esa melodía rítmica que solamente los negros de cualquier parte y quiénes la llevamos en la sangre la podemos bailar adecuadamente, esa música diabólica que nos hace procesos para siempre porque no permitiremos nunca que nos exorcicen de su magia; en uno de esos barrios cuyos niños aprenden a tocar tambor en cajas de madera o de lata destartaladas, descubiertas en cualquier caneca, creció Rey barreto; en uno de esos barrios que sirven de laboratorio de músicos caribeños a pesar de que en ellos caiga nieve y se congele la respiración durante tres meses al año, no importa, no señor, el Caribe sigue ahí, inmenso, presente durante generaciones. Ya Ray Barreto, con su camisa morada brillante y sus pantalones amarillos de raso, comienza a entusiasmarse con la conga, y el público lo acompaña con Las Palmas, ta ta ta ta ta ta ta ta ta, y reciente que la tiene entre las piernas, es una mujer hermosa, a la que acaricia de una forma y otra, rítmica y sorpresivamente, aquí y allá, y la abraza, y la aprisiona, y la encarcela, y la golpea y, mientras tanto, Ray aprieta los párpados, dirige el rostro al cielo como suplicando Perdón, levanta las cejas, abre y retuerce la boca, la cierra, la aprieta, la estira, la deja entreabierta, resplandecen sus dientes, y golpea la conga, la hiere y, la azota, la tortura, la pega contra su cuerpo, y Ray suspira, expira, transpira, y la conga se queja, y llora, y grita, y se agita, y suspira también, y ambos se quejan cada vez más intensamente y exhalan el tejido final, y Ray le da un golpe fuerte y seco y Mientras ella se apacigua, entra al pea no melodioso y, con él, el bajo, la flauta, la trompeta, el trombón, el saxofón y los timbales, y Rey con sus congas nuevamente… Explosión de aplausos. El público Silva, y Pita, y un negro gordo, delante de mí, Gira la cabeza marcando con pases de 360 grados, y Menea su generosa humanidad, y yo bailo también, y percibo el olor alucinante, y lo aspiro para que se manifieste desde el fondo de mí y arrodillado, Y entonces aplaudó al compás de la clave, y la música se torna más brillante, transparente, y Adalberto Santiago, nacido en Ciales, Puerto Rico, canta “Adelante siempre voy, siempre adelante “ y parece como si cantara para complacerse a sí mismo, y su cara deslumbra de satisfacción, y yo canto con él, “Adelante siempre voy,” Y Tú respondes, “siempre adelante” Y Ray Barreto da el golpe final, y un segundo estruendoso silencio invade el estadio, Antes de que lo aniquile la irrupción del palmoteo rítmico, y Adalberto alce a Ray Barreto y se vayan, e interrumpan la magia. Intermedio Durante la pausa, por los corredores del estadio, un negro con la cabeza colmada de trencitas largas comas finas y apretadas va diciendo, ácido, ácido. El animador, burlón, advierte: “No me vayan a fumar marihuana” de un. El público ríe. Se hacen más notorias, entonces, las llamaradas diminutas de los barrillos encendidos aquí y allá. por los corredores se distingue el olor alcalino y ácido de la cocaína. Continúa saliendo salsa por decenas de parlantes ocultos. La gente avanza bailando, apretujada, a través de los pasillos. Algunos se agazapan en los rincones oscuros y, de pronto, se llevan a la nariz El puño de la mano desde donde sube hacia el pensamiento el polvo volátil, mágico, blanco. No se ven rubios que canten, y bailen, y observen. Todos somos latinos, morenos. Varios esconden debajo de sus chaquetas botellas de ron. Ron extraído de la caña dulce de azúcar del Caribe. El mismo letrero Luminoso que anunció la aparición de la Dimensión latina Y que coma luego, fue indicando la llegada de otras orquestas y cantantes, dice ahora, New York salsa festival. Dos días de la mejor salsa del mundo. Agosto 29 y 30. acaba de ocurrir, pues, otro cataclismo latino, organizado, Como este del Madison Square Garden, por Ralph Mercado, el ejecutivo clave de la industria de la salsa, representante, para el mundo entero, de 26 grandes de la música latina. Ralph Mercado, ese prieto alto que se pasea, atento, por todo el estadio; esa mezcla de neoyorquino, puertorriqueño y dominicano, barbado y con su cuerpo de atleta a quien, en su oficina, esperan simultánea y permanentemente 3,4 y 5 llamadas telefónicas; ese director del Jet-set de la salsa que trabaja 12 horas diarias en tiempos de paz salsómana, que habla mitad en inglés y mitad en español, que emplea siete personas, qué sabe reír a carcajadas a pesar de ser todo un hombre de negocios; ese antiguo propietario del legendario Club cheta donde se filmó, en 1971, nuestra cosa, película que muestra una noche de jueves y de música latina y cuya comercialización inició el Boom de la salsa; ese hombre adornado con cadenas y pulseras de oro de dónde venden, doradas y grandes coma sus iniciales, RM; ese terremoto humano que organiza decenas de conciertos al año, Que lleva la salsa al radio City music Cold y a más de medio mundo; Ese negro chévere que realiza, las noches de Sábado de Gloria, bailes gigantescos, históricos, rumbas violentas en las cuales se danza hasta el amanecer al son de Héctor Lavoe, Ceo Feliciano, Óscar de León y Celia Cruz; ese Haz del dinero que negocia la presentación de su combo de grandes en las decenas de Clubes de música del Caribe que existen en Nueva York; ese hombre ambicioso que pretende alcanzar un mercado incalculable de anglosajones que poco entienden del embrujo del tambor; ese nombre familiar para los 20 millones de latinos que viven en Estados Unidos discriminados, desarraigados en su mayoría; ese Ralphy, como lo llaman lo que los que viven dentro de la farándula latina quién, con su socio Rey Avilés, mueve muchos millones de dólares al año y no confiesa cuántos para evitar que quienes se encargan de hacerles pagar impuestos a los ciudadanos de este país puedan calcular el monto de sus ganancias; ese “Ralph Mercado y su socio Rey Avilés presentan coma para ustedes comas señoras y señores la segunda parte de este concierto, un tributo a Beny Moré coma rendido por la súper Estrellas de la saaaalllssssaaaa!” Acto II “Saaalllsssaaaaaaa!” Grita, nuevamente, el público, mientras sube al escenario Tito Puente, el rey de la música latina, con las espaldas cargadas con 30 años de trajinar en la música, componiendo, dirigiendo orquestas, haciendo arreglos, tocando piano, timbales y saxofón. Llega Tito Puente, otro hijo de ese “Barrio” de East Harlem, nacido bajo el signo de Aries, el de los espíritus creadores. Llega Tito con sus rizos grises, su andar de cincuentón avanzado y su fama de haber sabido, en ocasiones, amalgamar el jazz con los ritmos afro-cubanos, de haber grabado más de 120 discos, compuesto más de 400 piezas y haber sido una de las estrellas del ya legendario “Palladium Ballroom” de la calle 53 con Broadway, llamado también “la casa del mambo” o “la meca de la música latina”, a donde Marlon Brando, aficionado de la conga, se sentía profesional acercándose a tocar junto a Tito Puente punto se monta Tito a la tarima, seguido por sus músicos uniformados de blanco brillante con corbatas, cinturones y pañuelos verde y anaranjado fosforescentes. Aparecen sobre la plataforma tres parejas que, en lugar de bailar “La Bella Durmiente”, danzan la “Bruca Maniguá”. Las mujeres sacan las piernas por los ocho agujeros longitudinales de las faldas terminadas en dobladillos de plumas blancas y muestran sus calzoncitos de raso negro. Los hombres la sostienen por los hombros y ellas hacen un cuatro con las piernas para arriba. el público masculino aplaude entusiasmado. La orquesta de Tito Puente, con sus instrumentos ya listos, inicia el tributo a Beny Moré, el famoso cantante cubano cuyo entierro fue romería de decenas de miles de isleños románticos, rítmicos, abrumados por recuerdos eternizados por las notas de una canción suya; Beny Moré, cuyo nombre se convirtió en leyenda de la música y de la literatura Caribes; “El Beny”, como le dicen los cubanos, muerto de bohemia después de que la revolución partiera en dos la historia de América Latina. Aparece Frankie Figueroa y canta “A Beny Moré”, un bolero hermoso que me hace decir “así sí me enamoro, ñia”, y que me recuerda “Europa” de Carlos Santana. “No me vuelvas a cantar esa canción que me hace daño” De Beny Moré. Frankie terminal bolero y entra Junior González, joven y puertorriqueño, vestido de blanco Inmaculado, y canta la canción de Siempre, la que alborota los recuerdos de cualquier infancia juventud transcurridas en el Caribe, la que popularizó Beny Moré: “La múcura está en el suelo, mamá no puedo con ella. Me la llevo a la cintura, Ay mamá no puedo con ella,” y el público responde “Y es que no puedo con ella,” y tú cantas, “Y es que mamacita linda Te digo que no puedo con ella” Diluvian los aplausos y Adalberto Santiago regresa al escenario para cantar un danzón llamado “Guantánamo”, y el danzón me recuerda que en Cuba, el año pasado, se celebró su centenario, igual que si se tratara de un prócer, y lo es, y en su memoria desfiló lo mejor de la música cubana por la provincia de Matanzas, y desfiló también por la de Guantánamo en junio de este año, cuando se realizó, en los contornos de la base militar norteamericana, el “Festival del sol”, y el son se bailó en las calles, y se bailó en las casas, y se bailó en las plazas, y el son no se fue, siempre se ha bailado, pero la música siguió su curso, y quienes se fueron, aunque hacen música maravillosa, se quedaron 20 años atrás, y quisieron detenerla, ahí, en ese instante, como si a través de ella desearan perpetuar ese año de 1959 para seguir soñando con lo que ya no existe, como si el tiempo, y no ellos, estuviera congelado, más no importa, el tiempo es un carrusel de ilusiones que dibuja círculos inmensos, y ahí tienen comas señoras y señores, al cubano Héctor Casanova, con pantalones blancos y chaqueta negra de lentejuelas relucientes, cantando “Baila mi son”, y el son, el ritmo y todo es el resultado de la cópula entre el África rítmica de religiones autóctonas y el Caribe guajiro, conquistado por españoles católicos de tatarabuelos moros, que interpretaban cantos cristianos y melódicos, y esa mezcla explosiva y vital se muestra en la música, en la fusión de melodía y orgía rítmica, en algunos de los cantos que hablan de los dioses de la cultura lucumí, de la santería, la religión que confunde a los santos del catolicismo con las deidades africanas, y se le canta el mambo a Changó, divinidad del rayo, y el babalao, intermediario entre el fiel y el santo, llama a la Royé, hijo de Dios, con el replicar del tambor batá, y en bolero se cuenta que “con tres toques en el suelo se hace el saludo a Eleguá” y se le canta a Ebioso, dios de las fuerzas igneas, y a Ozaín, el guardián de la selva y del sagrado tambor batán, y las palabras se pronuncian en lenguas vernáculas, yoruba, dahomey, lucumí o arará, según se le rece a una deidad o a otra, y los blancos, que despreciaban a los negros, no pudieron resistirse a los encantos de esa música de magia africana, y tuvieron que bailarla. Ismael Rivera se quita el saco y canta “De la rumba al chachachá”, y grita “¡que viva la rumba!”, y el público contesta “que viva!”, y recuerdo siempre que Ismael es “más puertorriqueño que el coquí, un sapito que se muere apenas lo sacan de Puerto Rico”; que lleva 27 años haciendo música; que estuvo tres años y ocho meses en una cárcel de su isla por negociar con sustancias controladas; que dice, muy serio, que tiene 48 años a pesar de que las líneas de sus ojos y sus canas abundantes, en medio de una minría de caballo cabello negro y crespo, apretado, lo delatan; que se siente pleno, más el mismo, más completo, cuando hace música; Que para él no existen problemas en ese instante; que la música, a diferencia de las mujeres nunca pelea con él; que es más poeta que buena albañil, como dice que fue; Que como Ray Barreto, hace mucho tiempo que desea que Puerto Rico sea una nación independiente porque sabe que su cultura boricua, su identidad, sus derechos, se los pisotean a diario, y porque“fíjese cómo los cubanos, que eran libres, pudieron cuidar su folclor mucho más que nosotros y están ahora mucho más avanzados”; recuerdo Ismael, es eterno joven Prieto, de ojos melancólicos y humorfino, quién cree que el más prometedor de los jóvenes que ahora interpretan la salsa es aquel “que sea capaz de montar un show en patines y por eso es que yo patino” en este país donde ahora casi todo el mundo compra patines porque la propaganda los puso de moda para que se vendieran más, sí señor. Y entra en escena Ceo Feliciano, También producto de un barrio El Caribe, el de Pancho Coimbra De la ciudad de Ponce, Puerto Rico, y observó a Ceo, convertido en profesional de la música al reemplazar, a ratos, al cantante de la orquesta de Tito Puente y al tocar tumbadora con ella; y, moreno, con cuerpo de atleta y personalidad de comandante pachanguero, famoso por su canción “Anacona”, canta para ustedes, señoras y señores, “Los Itieros”; y el público lo aclama, y un trago de ron oscuro y puro me quema el estómago, y Ceo baila, y parece un títere, un visitante ha sido de los bares de charanga y mala muerte que hay regados por todo el Caribe, una máquina, un Afredo Astaire de la salsa bailando boogaloo, “watusi de trompeta, pelado”, sí, Alfredo bailando a Richie Rey, ñia, y oigo a mis espaldas una carcajada de burro y una voz profunda que dice: “Cuadro, que siga el boogaloo”. El locutor-vaquero anuncia la aparición de Héctor Lavoe, bautizado Héctor Pérez en Ponce, Puerto Rico, hace 33 años; Héctor, cuyo nombre es música, pero también borinquen, jíbaro, tierra del edén, del romance, del sabor; Héctor, hijo de músico con prole abundante mantenida a base de guitarra tocada de bar en bar y de trío en trío; Héctor, cuya voz de tenor perpetuó el “Rompe saragüey” que recuerda a los santos con quienes “no se juega, ten cuidado!” Héctor, quien con su orquesta y su voz cristalina ha recorrido la América Latina, El Caribe y el África y ha dado conciertos en París, Londres y Berlín; Héctor, el que confiesa en una canción incluida en el álbum de Tito Puente, “En homenaje a Beny Moré” que “yo soy Héctor Lavoe y cuando me dan un aplauso, entonces canto mejor” Ese Héctor, todo de blanco brillante, es recibido por el público con un aplauso enloquecido de ritmo y emoción. Ese hombrecito Delgado, frágil, casi blanco, tal vez tímido crece Al subir al escenario, se olvida de sus problemas emocionales causados por el abuso de las drogas contra las cuales lucha a diario, y se llena de música, y parece inteligente y, de repente, se convierte en héroe, en ídolo de multitudes, y saca su voz aguda y las partes, y llena con ella el estadio y canta “dónde, dónde estabas tú, dónde estabas,” y en medio de una tormenta de aplausos, siempre al ritmo de la clave, ta ta ta ta ta ta ta, se aleja Héctor Lavoe y cuando el locutor-vaquero dice “ahora sí, señoras y señoras, con ustedes de Cuba, la única e incomparable Ceeeliaaa Cruz”, el Madison Square Garden vibra con los gritos, los pitos y las palmas, y aparece Celia con un vestido como una sábana gigantesca, fucsia y ondulante, de la cual sobresalen un racimo de trenzas pequeñitas, apretadas, negras, y una piel color de chocolate. Celia mueve los brazos llevados por la música hacia adelante y hacia atrás, pero no se ven los brazos, se ve la manta colorada “pa’llá’ y pa’cá” y baila la túnica, y Celia navega envuelta en ella, y esa mujer fea, gorda y vieja se parece, ahora, a Remedios la Bella subiendo al cielo, pero siempre bailando en torbellinos ascendentes. Celia, quién canta desde hace más de 40 años y se niega a confesar su edad; ella, otra hija de un barrio del Caribe, el de Santo Suárez de La Habana, quien obtuvo el primer premio al debutar como cantante en un programa radial, cubano, para aficionados llamado “A la hora del té”, y siguió cantando el resto de su vida; Celia que desde 1950 cantó con la inolvidable “Sonora matancera”, y se casó con El trompetista de la misma, Pedro Knight, hoy su empresario; Celia, la que se ha presentado en toda la América Latina, en África y en Francia y se ha ganado 20 discos de oro y más de 100 premios internacionales; Celia, esa maga mulata y curtida (quién, como la de la Rayuela de Cortázar, debió haber pasado por el “Pont des Arts”, Llenándolo con su energía pegajosa antes de que se desplome a pedazos sobre el sena de la ciudad más mágica); Celia Cruz, la maga de la canción afro-cubana, de la improvisación y del soneo, canta ahora para ustedes, en el tiempo de la colonia, en recuerdo de Beny Moré. Y vuelve a aparecer Ceo Feliciano y a dúo canta con Celia “Encantado de la vida”, interpretada la manera del Beny, “Y amor, ¿cómo estás?” pregunta Ceo, y ella se queja, “he tratado de olvidarte. ¿y tú cómo estás?” repite Ceo, y la Maga confiesa, “encantada de mirarte, porque no puedo llorar” y el público canta también, “ay amor, díme ¿cómo estás?” Y el locutor vaquero le entrega Celia Cruz el premio por ser la cantante más popular dentro de la comunidad latina, y el segundo se la da a Héctor Lavoe, y el tercero “es para mi pueblo Puerto Rico”, y el público aplaude, zapatea, grita, chifla, pita rítmicamente, siempre al compás de la clave en la salsa, pi-pi-pi-pi-pi, pero el galardón lo recibe Tito Puente, y la multitud sigue aplaudiendo, y aparece el elenco completo, y juntos interpretan “Trátame como soy” y le rinden homenaje póstumo a Beny Moré, y exhiben las banderas de Cuba y de Puerto Rico, dos pueblos hermanos con destinos diferentes (?), y 22,000 personas electrizadas cantan al unísono “Trátame como soy”, Y los dos Seiko marcan las 12:18 y por $7.50, en segundos, han transcurrido casi 4 horas de música del Caribe, de hechizo incompleto, porque para obtener una “perfecta combinación de salsa”, un hechizo completo, se requiere la presencia de otros grandes, de Rubén Blades quién le está dando contenido social a esa música que en Nueva York apacigua la amargura de tantos latinos de barriada; del conjunto libre y de la orquesta de “Típica 73”; del gran consuegro, compositor y santero, Mongo Santa María, y de los dos genios de la música latina de Nueva York, de veras enriquecida y sofisticada por las moles infinitas de concreto y por el gran talento de los hermanos, puertorriqueños, Charlie y Eddie Palmieri, cuando son ellos quienes la inventan e interpretan. De todas maneras, después de este Plenilunio de salsa en Nueva York, el ambiente, en esa casa de los recuerdos cuya puerta se abre tan solo en ocasiones especiales, ha quedado el fiel replicar de los tambores, ese que me guía porque me obliga a amar a aquellos que entienden su lenguaje y a compadecerme de quienes, al ser incapaces de vibrar con su ritmo, ignoran uno de los mayores encantos de la vida. Me llevo el tamboreo que me impulsa menearme de repente, sin saber cómo ni cuándo, en un lugar cualquiera, Simplemente porque escuchó el compás que, a la deriva, vuela desde alguna caja lejana, desde una botella, un radio, un gramófono, un güiro, una tumbadora, un timbal o un tambor sagrado: batá. Como un ser rítmico, como una encarnación afro-caribe del dios Baco, permanece el repicar de los tambores, ebrios de magia y de sensualidad, de dolor y de ensueños, de secretos y penas, de fascinación y barbarie.