Las mujeres en la guerra: edición 20 años
2020
Veinte años después de la aparición de Las Mujeres en la Guerra, libro de testimonios de diez mujeres involucradas en el conflicto colombiano desde orillas distintas, que aún se estudia en colegios y universidades, Editorial Planeta lanza esta edición conmemorativa que incluye las historias actualizadas de estas mujeres cuyas vidas narradas con una sinceridad pasmosa por la periodista Patricia Lara Salive, retratan no sólo sus motivaciones más profundas, sino los distintos por qués del conflicto colombiano. Sin embargo, en la presente edición de este libro, con el cual su autora obtuvo el Premio Planeta de Periodismo Año 2.000, a los testimonios de la ex guerrillera del ELN y del M-19; de la antigua comandanta de las FARC; de la dirigente de las Auto Defensas; de las viudas de un líder de izquierda asesinado y de un capitán del Ejército muerto en un campo minado por la guerrilla; de la mamá de un soldado secuestrado por las FARC; de la desplazada por todas la violencias; de la secuestrada por el ELN; y de la hija de un militar, esposa de Almirante y madre de tres guerrilleros, se agrega el relato desgarrador e inverosímil de una de las llamadas Madres de Soacha, cuyo hijo, discapacitado, fue llevado hasta Ocaña donde miembros del Ejército lo asesinaron a sangre fría, siendo el suyo uno de los miles de casos de falsos positivos.
Ahora, después de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC, esta obra sigue más vigente que nunca, porque nuestra guerra maldita tiende a volver. Y justamente lo que el libro pretende es que todos los actores del conflicto, al leerlo, se vean reflejados en los testimonios que les son afines; pero, también, que al conocer los relatos de sus víctimas, sean conscientes del dolor que causan... Y lo sientan... para que la guerra termine. Para que los sufrimientos que ocasiona no se repitan. Para que el dolor que ella deja no se eternice...
En medios
“Aquí todos, guerrilleros, paras y Ejército, abusaron de las mujeres”:
Patricia Lara
Por: Revista Semana
14 de noviembre, 2020 La editorial Planeta lanzó una edición conmemorativa de los 20 años del libro Las mujeres en la guerra, de Patricia Lara, considerado un best seller del periodismo colombiano. SEMANA habló con su autora sobre la vigencia de este texto y sobre la suerte de las mujeres que entrevistó hace más de dos décadas. SEMANA: ¿Por qué hacer una reedición actualizada del libro luego de 20 años de haberse publicado? Patricia Lara: Este libro se ha vendido durante 20 años de una manera increíble, se lee mucho en colegios y universidades. Yo me la paso dando conferencias sobre él, incluso en la pandemia. Se ha vuelto un clásico porque es una mirada de 360 grados del conflicto. Hay testimonios de tres victimarias y ocho víctimas que cuentan sus historias desde lo más profundo de su ser. Es algo muy desgarrador. Entonces editorial Planeta quiso hacerle un homenaje al libro, y yo les dije que debíamos actualizar las entrevistas. Y en esta actualización incluí el testimonio de Luz Marina Bernal, una de las madres de Soacha. Desde hace 20 años siempre había creído que me faltaba el personaje de una madre buscando a su hijo desaparecido. Además, en esa época, aún no se conocía el horror de los falsos positivos. SEMANA: Al hacer esa actualización, ¿Qué sentimientos o impresiones le quedaron? ¿Son diferentes a los de hace 20 años? P.L.: Queda un sentimiento de desolación, pero a la vez de esperanza. Desolación porque la mayoría de estas mujeres siguen en la misma precaria situación de hace 20 años. Dora Margarita, exguerrillera del ELN y del M-19, sigue viviendo en un tugurio, y hace exactamente lo mismo: es guarnecedora de zapatos. La mamá del soldado vive una tragedia horrible porque es una familia muy pobre y no tiene ayuda del Estado, cero consideraciones del Ejército, y con la pandemia todos perdieron el empleo. En fin, la vida de estas mujeres ha seguido, pero no ha habido en ellas un cambio espectacular. Y esperanza porque, en medio de todo, uno ve que ellas resisten a pesar de todo. Pero, en resumen, lo que uno constata es la desconsideración histórica del Estado para con su propia gente, para con las víctimas y para con el país. Es una falta total de empatía del Estado con los ciudadanos. SEMANA: En la guerra, las mujeres, además de llevarse la peor parte, siempre terminan revictimizadas. ¿Por qué tendemos a ampliar el dolor y la responsabilidad de las mujeres en los actos de guerra? P.L.: Es la falta de empatía de la que hablaba. La mayoría de los que mueren en la guerra son hombres: son cerca de un 90 por ciento. Eso significa que a las mujeres les cae todo el peso de la crianza de los hijos, de los papás, del desplazamiento, de ellas mismas. Y vivir se convierte en una carga a la que se le suma todo el peso que significa vivir en una sociedad patriarcal en la que todo, especialmente lo malo, es responsabilidad de las mujeres. Acá, por ejemplo, se habla de que una violación es responsabilidad de la mujer porque ella “se fue a buscar lo que no se le había perdido”, o “porque su ropa interior era de color rojo”, o “porque en el fondo le gustó” que la violaran. ¡Eso es aterrador! Además, hay que recordar el hecho de que esa estructura patriarcal permite y estimula que se tome a la mujer como botín de guerra. Ese es un tema que tiene que ver con un patrón cultural: que el macho no siente que es lo suficientemente macho hasta que no toma posesión del cuerpo de la hembra y no la doblega. Y eso no es de guerrilleros o de militares o de paramilitares; son todos, unos más, otros menos. Y eso es así porque ese patrón de conducta surge de la estructura patriarcal de la sociedad. Aquí todos, guerrilleros, paras y ejército, han abusado de las mujeres. SEMANA: ¿Por qué a los del partido Farc les cuesta reconocer que cometieron abusos contra las mujeres y las convirtieron en botines de guerra? P.L.: Yo creo que ya comenzaron a reconocer. La labor de Francisco de Roux y de la Comisión de la Verdad ha hecho que los miembros de la antigua guerrilla empiecen a hablar. Yo creo que ese giro se dio con la maravillosa y desgarradora entrevista que le concedió Íngrid Betancourt al padre. Ahí los tipos del partido Farc hicieron un clic con el secuestro y con los otros crímenes. Con respecto al tema de las violaciones de mujeres, creo que la dificultad para reconocerlas se debe a que estos abusos van en contra del código ético de la guerrilla, que castigaba la violación con el fusilamiento. En cambio, atrocidades como el secuestro o los atentados hacían parte de lo que ellos consideran métodos propios de la guerra. Entonces, el esfuerzo de reconocer los delitos sexuales tiene que ver con una dificultad que tienen con su propia conciencia, más que con la sociedad, porque se trata, ni más ni menos, que de reconocer que les fallaron a sus principios. SEMANA: Después de actualizar el libro y observar la actualidad, ¿por qué no hemos parado esa espiral de violencia? ¿Será que vamos a comenzar un nuevo ciclo de la guerra? P.L.: Si aquí no hay un cambio de orientación en el Gobierno que se elija en 2022; si no llega un Gobierno que sea proclive a implementar los acuerdos de paz, a retomar las negociaciones con el ELN, a buscar el sometimiento del Clan del Golfo, en una palabra, a tratar de lograr la tan necesaria paz completa, seguiremos en guerra. Si no desactivamos esos actores, a este país se lo lleva el diablo. Si no hay un Gobierno democrático, el país explota. Yo creo que la elección de Biden es un bálsamo para frenar esas maniobras en contra de la paz. Pero de todas maneras es necesario que se elija un Gobierno inteligente. Porque este no lo es.
Una mujer y la guerra, 20 años después
Por: El Espectador
21 de noviembre, 2020 Planeta reeditó el libro “Las mujeres en la guerra”, de la escritora Patricia Lara. Aquí un fragmento de su encuentro y reencuentro con una desplazada por la violencia. Esto le sucedió a Juana Sánchez hace dos décadas: —¡Sálganse, que esto se puteó! —nos dijo don Joaco, un vecino que llegó corriendo para contarnos que le acababan de incendiar la casa con todo lo que tenía adentro. Poco antes, el Ejército había llegado a la zona para perseguir a la guerrilla y nos había dicho: —Tranquilos, no se asusten con nosotros, que los que vienen atrás son más bravos... Esa noche no pude dormir. Escuchaba el plomo y los bombazos. Me encontraba sola en la finca con las tres niñas, pues mi marido estaba lejos, cortando madera. Entonces, toda la noche, me pregunté: «¿A qué horas van a llegar?» También pensaba en don Cabal, ese viejito de ochenta y ocho años al que los paramilitares caparon y después lo mataron. Yo me di cuenta de cómo pasó: llegaron a la casa donde él estaba; cuando las otras personas que vivían ahí vieron a los paramilitares, salieron corriendo. Pero como don Cabal estaba mal de la cabeza, no se dio cuenta y se quedó ahí. Entonces los tipos entraron a la casa, lo hicieron desvestirse, le bajaron los pantalones y lo caparon como se capa a un marrano. El viejito gritaba y pedía auxilio. Después lo mataron de dos tiros en la cabeza. Me acordaba también de los perros muertos: perro que encontraban, perro que mataban. Mataron como cincuenta, y regaron el cuento de que si uno colaboraba con la guerrilla, le pasaría lo mismo. Daban a entender que la muerte de un perro era como la de una persona. A ellos no les importa. La gente dice que son paramilitares. Están bien armados y se visten como el Ejército. Con la pensadera y el miedo, al amanecer llevé a mis tres niñas, caminé con ellas como una hora en medio de los combates y llegué adonde estaba mi marido. Cuando nos vio, nos regañó: —¡Para qué se vinieron! ¡De pronto tiran una bomba y las matan! Salimos corriendo con él y con las niñas para Puerto Matilde. Allá estaban la Cruz Roja y la Defensoría del Pueblo. Llevaban a la gente en chalupas a Barrancabermeja. La descargaban y volvían por más. Lo importante era sacarla del lugar de los enfrentamientos. Yo me había ido sin plata, y las niñas estaban llorando de hambre. Sólo había llevado los doce gramos de oro que habíamos sacado la semana anterior. Los vendimos a seis mil pesos cada uno y nos dirigimos hacia Puerto Salgar. En la finca dejamos las gallinas, los marranos, las veinte reses, las cuatro bestias, y las setenta hectáreas sembradas de yuca, plátano y maíz. Todo lo dejamos botado. No sabemos qué pasó con eso. Pero ese día nos salvamos de milagro de una masacre. *** Llegamos a Bogotá en 1997. Sacamos una pieza en arriendo en una casa de inquilinato en Tintalito, cerca del barrio Patio Bonito. Pagábamos cuarenta mil pesos. Vivir allá era un verdadero sacrificio porque, por ser desplazado, a uno no lo miraban como a un ser humano: le echaban vainas cuando iba a pagar el arriendo; le discriminaban a las hijas y no las dejaban jugar con los otros niños... Cuando yo salía, las dejaba encerradas. Entonces les decían que como eran desplazadas eran una mierda y les tiraban agua y cochinadas por las ventanas. Dio la casualidad de que, apenas llegamos, mi marido se encontró con un muchacho de Barrancabermeja. Definitivamente Dios es muy bueno con uno: el muchacho le dijo que él trabajaba en un parqueadero, que se iba a ir de ahí y que, si mi marido quería, se lo dejaba. Le pidió que le pagara cien mil pesos por el puesto. Pero no los teníamos. Ramón le dijo que lo único que le podía dar era diez mil pesos y una cadena de oro que él me había regalado y que tenía guardada. El muchacho le dijo que sí. El puesto de cuidar carros queda en el norte, frente a un centro comercial. Ramón le compró al muchacho el derecho a cuidar los carros. La gente le paga lo que le quiera dar. Ahí se la pasa mi marido. Eso fue como ganarse la lotería. Hay días en que le dan monedas. Pero como por ahí se parquean muchos carros, casi siempre hace como quince o veinte mil pesitos diarios. Con eso vivimos. Entonces conseguimos un lote cerca de donde vivíamos. Nos costó un millón ochocientos mil pesos. Con lo que nos quedó, compramos tablas, tejas de zinc e hicimos la casita. Pagamos el derecho al agua, pero ésta nos llega cada quince días. Con eso, con el préstamo y con lo que nos quedaba de los quinientos mil que nos había dado Mercoldex, arreglamos la casa y levantamos una pieza. Ya ahí, como el ranchito es propio, no molestan a las niñas. Mi Dios es muy bueno conmigo. Esto dice Juana Sánchez, 20 años después: En el 2001, Rafa, las niñas y yo vivíamos en la casita que construimos en el lotecito que compramos en el límite entre Soacha y Bogotá. Pero Rafa se enfermó del corazón... Entonces una doctora me dio trabajo como jardinera en su finca de Sasaima y nos ayudó para quea él le hicieran una operación de corazón abierto en la Fundación Cardioinfantil. El doctor Reinaldo Cabrera estuvo pendiente, y gracias a Dios todo salió bien. Cuando Rafa se alentó, la doctora le dio trabajo como portero. En Sasaima nos quedamos ocho años. Volvimos a Bogotá, duramos un año, regresamos y estuvimos dos años más. Entonces Rafa decidió irse a ver si podía rescatar la finca. Y yo me quedé... Esa finca, que teníamos en Puerto Matilde, en la vereda de Santo Domingo Alto, en el Sur de Bolívar, la habíamos abandonado cuando los paramilitares atacaron. Quedaba en un territorio localizado en el límite de una zona de las FARC y otra del ELN… Ahí estaban los paramilitares, el ejército, la guerrilla, todos, dándose plomo.. Y sacaron a todo el mundo de por allá... Los primeros que se quedaron con la finca fueron los de las FARC, porque eran los que mandaban ahí. Pero cuando Rafa volvió a ver si la recuperaba, ya allá estaban los elenos. Rafa iba para la finca cuando en medio del camino le salieron los de las FARC … Eran hartos… Y cuando él les dijo que quería recuperar su finca, lo trataron mal y lo tuvieron ahí un rato para ver si era verdad que tenía finca y si la gente lo conocía. Los de las Farc le dijeron que hablara con los elenos porque ese territorio ya era de ellos. Entonces Rafa habló con los elenos: le contestaron que no, que ya la finca estaba en manos de otra persona. Rafa fue a hablar con esa persona, pero dijo que no le entregaba la finca porque eso ya era de él, pues se la habían dado los elenos, que hablara con ellos, y que según lo que los elenos dijeran, volvían a hablar. Rafael habló de nuevo con los elenos, pero le dijeron que no, que la finca era del señor. Rafa buscó entonces a la Junta de Acción Comunal de la vereda: le ofrecieron tres millones de pesos por la finca. Eso era como para que él se saliera de allá… Hacían eso para que hubiera una constancia de que Rafael les vendía, y no hubiera problemas después. Así ellos quedaban bien, como siempre ocurre, y el que quedaba mal era el campesinado... Por supuesto que la junta de acción comunal estaba coordinada con los elenos, pues ellos eran los que mandaban. Rafa aceptó porque no le quedaba otra opción. Y se regresó a Barrancabermeja. Entonces yo le renuncié a la doctora, me fui para Barranca, arrendamos una casita, dejamos a Laidy estudiando en Barranca porque ya las otras niñas se habían ido, Rafa se fue a aserrar madera y yo a cocinar por allá. Cuando Laidy terminó el bachillerato, regresamos a Bogotá y nos fuimos a vivir en la casita. Compramos un carro de mangos, yo me puse a vender mangos y Rafa a vender minutos. Y conseguimos para la comida, los servicios y el estudio de las peladas. Por esos días me llamaron para que me inscribiera en el programa de viviendas que el gobierno les estaba dando a los que habíamos perdido todo. Hice las vueltas en Bogotá y, en febrero del 2017, nos dieron el apartamento. Queda en Candelaria La Nueva, en Ciudad Bolívar, pegado a la Plaza El Ensueño. Tiene tres habitaciones, cocina y baño. Ahí vivimos Rafa, Angie, los dos niños que tienen tres y ocho añitos, y yo. La casita la tenemos arrendada. Allá tengo el carro de mangos. Pero con el salario mínimo que gana Angie nos bandeamos, pues no pagamos arriendo. Ella trabaja en vigilancia, y yo le cuido los niños. Angie es la que está viendo por nosotros. Pero Sirley y Laidy, cuando pueden, también nos ayudan. Sirley sacó cartón de ingeniera forestal. Pero ahora, con la epidemia, no ha podido pasar papeles para buscar trabajo. Y Leydi trabajaba en cosas administrativas, pero por la epidemia le cancelaron el contrato y también quedó sin trabajo. A Rafa le pusieron un marcapasos el año pasado. Y en mayo lo operaron de la vista porque se estaba quedando ciego. Y a mí, la artrosis y la osteoporosis me tiene con dolores en los huesos. Y a ratos se me sube el azúcar. Pero estamos bien… Tranquilos en nuestro apartamento...