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País fallido

  • Foto del escritor: Patricia Lara Salive
    Patricia Lara Salive
  • 28 nov
  • 3 Min. de lectura

En los últimos diez años, según un informe de Cambio, 214 menores de edad han sido bombardeados o muertos en acciones de la fuerza pública. Es una cifra aterradora que demuestra que esa barbaridad ocurre desde hace muchos años y que atañe no sólo al gobierno de Gustavo Petro sino también a los anteriores, o sea, que se trata de un problema estructural del Estado.


Según informes de Medicina Legal citados por la publicación, “en el segundo mandato de Juan Manuel Santos fallecieron 69 niños por acción de policías o militares; en el gobierno de Iván Duque fallecieron 79; y en lo que va del gobierno de Petro, Medicina Legal reporta 66 casos”, que probablemente subirán porque no se ha contabilizado el año completo. Y con seguridad, en los gobiernos de Álvaro Uribe murieron muchísimos niños, pero no se dispone de estadísticas al respecto.


Sin embargo, para ser justos, hay que decir que esa situación atroz no tiene que ver únicamente con la forma como las Fuerzas Armadas manejan sus operativos. Es obvio que ellas deben tener muchísimo más cuidado y lograr que sus servicios de inteligencia funcionen, de modo que antes de iniciar un bombardeo puedan tener la certeza de que en el sitio escogido para el ataque no se encuentren menores de edad. Pero también hay que tener muy claro que las fuerzas de seguridad tienen la obligación de contener a los grupos armados y a las bandas criminales, que deben garantizarle seguridad a la población y que dichas bandas usan a los menores como escudos protectores.



Así que es evidente que, para evitar de manera definitiva que los niños y las niñas mueran en bombardeos en este país, lo que hay que conseguir es que los menores no se involucren en la guerra, bien porque los grupos armados los reclutan de manera forzada o bien porque, por falta de opciones, por aburrimiento o porque huyen del maltrato familiar, ellos optan por sumarse a las filas de los violentos.


Entonces ahí surge la pregunta millón: ¿qué tiene que hacer el Estado para que en este país los niños no se vayan a la guerra? Es que las cifras, según datos de Unicef citados por El Tiempo, son escandalosas: aunque “no todos los casos se conocen ni se denuncian, podemos decir que (…) cada 20 horas, un niño o una niña”, en su mayoría indígenas, son reclutados, afirman.


Y como dice en una columna la escritora Yolanda Reyes, “el reclutamiento de menores es el último eslabón de una cadena de omisiones en la garantía de sus derechos, cuya responsabilidad inicia en el Estado”.


Indudablemente así es: la falta de educación de los padres, madres y padrastros, que replican en los menores sus propios patrones de maltrato, lo cual los lleva a huir de sus hogares; el aburrimiento en que viven en los territorios muchos adolescentes que no encuentran actividades deportivas o culturales con las cuales distraerse; la atracción que ejercen sobre ellos las ofertas de dádivas y dinero que les hacen los grupos criminales; y, ante todo, la falta de presencia y control del Estado en los territorios, que facilita que esos grupos se paseen en ellos como Pedro por su casa, son las causas principales de que en Colombia haya niños muertos en bombardeos.


Y que ninguno de los gobiernos de este siglo, llámese de derecha, de centro o de izquierda, haya sido capaz de impedir esa atrocidad, indica —y perdonen la franqueza— que los políticos de este país no tienen claras las prioridades y que están a punto de hacer de Colombia un país fallido.

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