Noviembre negro, tragedias anunciadas
- Patricia Lara Salive

- 7 nov
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Las dos principales tragedias que ha sufrido Colombia fueron anunciadas. Ambas ocurrieron hace cuarenta años en ese nefasto mes de noviembre de 1985.
La primera, la toma del Palacio de Justicia, perpetrada por el M-19 el 6 de noviembre y concluida el 7 en una retoma ejecutada por el Ejército, que dejó más de cien personas muertas, entre ellas once magistrados más el magistrado auxiliar del Consejo de Estado, Carlos Urán, quien salió vivo del Palacio y lo mataron después, se supo que iba a ocurrir veinte días antes, el 17 de octubre, cuando se publicó en la prensa. Además, las investigaciones posteriores establecieron que los servicios de inteligencia tenían información de que el M-19 planeaba cometer semejante barbaridad, una acción no sólo criminal sino imbécil, que de heroica no tiene nada, como algunos la han querido mostrar. Incluso, Helena Urán, en su reciente libro Deshacer los nudos, revela un cable del Departamento de Justicia de Estados Unidos, fechado el 7 de noviembre de 1985, en el que se dice que “las Fuerzas Armadas y los servicios de inteligencia fueron alertados más de una semana antes de los hechos”. Sin embargo, en vísperas de la toma, la vigilancia del Palacio de Justicia fue retirada.
¿Por qué la fuerza pública no la reforzó? ¿Por qué, en lugar de evitar la toma, pareció facilitarla? ¿Y por qué, una vez ejecutada la acción criminal, reaccionaron de esa manera tan salvaje, sin tener en cuenta que dentro de las instalaciones del Palacio había centenas de civiles inocentes? Esas son preguntas que hoy, 40 años después, siguen resonando.
En esa época, el entonces representante a la Cámara, Alfonso Gómez Méndez, hizo un valiente debate en el que señaló la responsabilidad de los militares en el sangriento resultado de la retoma. Y como procurador, en 1990, sancionó al teniente coronel Edilberto Sánchez Rubiano, responsable de inteligencia, por las torturas y demás atrocidades, y al general Arias Cabrales, responsable del operativo, por no haber tomado las medidas necesarias para proteger la vida de los rehenes. Y le cayó el mundo encima, hasta el punto de que se vio obligado a renunciar.
Hoy, 40 años después de que el país permitió que la censura silenciara la voz del presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, quien pedía que cesara el fuego, y se facilitara, así, la perpetuación del holocausto, las heridas siguen abiertas y el tema parece intocable.
Pero hay que decirlo en voz alta: la masacre del Palacio de Justicia es un crimen inenarrable que quedó impune, cuyo autor fue el M-19, pero los responsables de sus sangrientas consecuencias fueron también los comandantes del operativo, incluido el comandante de las Fuerzas Militares de entonces, presidente Belisario Betancur, por acción o por omisión.
Y la otra tragedia anuncia fue la de Armero, ocurrida el 13 de noviembre, una semana después de la del Palacio, cuando el nevado del Ruíz, que venía en actividad desde varios días antes, hizo erupción y sepultó bajo el lodo y los escombros a la ciudad de Armero, sin que la población hubiera sido informada de los riesgos de una manera adecuada y sin que las autoridades la hubieran obligado a evacuar.
En la tragedia de Armero murieron más de 25.000 personas, y en la del Palacio más de cien. Son muertes que, si hubiera existido un Estado preocupado por cuidar a su gente, hubieran podido evitarse. ¿Será que el Estado y el país aprendieron la lección? ¿Será que la aprendimos?
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